I
El Viejo Bueno
Carlos Bueno era, en realidad, un hombre extraño. Trabajaba en el hospital donde yo daba mis primeros pasos como practicante médico. Era peón de limpieza en el turno de la noche, por lo cual, compartíamos las jornadas de trabajo; cada uno dedicado a sus tareas, pero en el mismo espacio laboral.
Estatura mediana; un poco encorvado, no tanto por su edad, sino que traslucía rastros de una vida sufrida. Cabello largo desprolijo, no menos que la barba amarillenta, oscurecida en las comisuras por las señales que deja el tabaco. Lo poco expuesto de piel, estaba surcada por arrugas pronunciadas como ríos sinuosos.
No podría asegurar cuándo lo vi por primera vez, pero sin duda, algo me atrajo de él. Las experiencias de vida, o su sabiduría innata, convertían a aquel ser en un filósofo nocturno, misterioso y fascinante.
Se deslizaba por el hospital como una sombra, maniobrando el lampazo hábilmente y en forma de caricias, extraía el brillo a los pisos gastados de pasillos, salas comunes y, enfundado en cofia y camisolín, de la mismísima Terapia Intensiva.
En esa sala estéril, lo había visto más de una vez, en silencioso ritual; permanecía algunos minutos frente a cada cama con la mirada perdida en el más allá, como en estado de meditación. Hasta los enfermos más graves parecían calmarse de sus dolores e ingresar en un momento de paz.
A la mitad de la jornada, coincidíamos en la cocinita del fondo. No sabía quién buscaba a quién, o por qué el resto del personal parecía respetar nuestra intimidad, pero allí nos juntábamos todas las noches a compartir unos mates, al fueguito del anafe y sobre unas gastadas banquetas.
Esas charlas eran, para mí, verdaderamente enriquecedoras, a tal punto de asumir con vergüenza que me estimulaban más para ir al hospital que mi propia carrera profesional.
No sabía determinar el motivo de esa atracción, como una necesidad incomprensible, que crecía día a día; a tal punto que todo momento lejos del hospital, era un tiempo muerto, un impase intrascendente, un letargo sin sentido, hasta llegar al único remedio: la felicidad de encontrarlo otra vez.
Mi mente buscaba incansablemente una explicación lógica, terrenal, humana y siempre acababa derrotada por el incoherente poder que él emanaba.
No realizaba cosas llamativas; no caía en la trivialidad de mover objetos o magia sin sentido. Su poder estaba por encima de lo vulgar, pero ello no lo hacía menos contundente.
Yo estaba convencido que él, todo lo sabía, todo lo podía; me lo transmitía con acciones simples, conductas correctas, movimientos precisos, gestos acertados y, sobretodo, una mirada incondicional y compasiva, hacia cualquier expresión de error humano. Todas sus frases tenían un verdadero sentido, un mensaje implícito, un contenido solidario. Y lo que es más: una seguridad absoluta de conocer tanto el pasado como el futuro, develando solo una mínimaparte; como los icebergs que esconden mucho más de lo que se puede ver.
Estas pequeñas demostraciones no evadían las reglas de la fe; todo podía ser cuestionado, rebatido o adjudicado a la casualidad. Pero para un ferviente devoto como yo, estaban impregnadas de la más extrema verdad.
II
Condenado a muerte
Al tomar la guardia, ya estaba allí, ese bebé pequeñito, moreno e inconsciente de las devastadoras quemaduras en pecho y cuello. Apenas podía gemir de dolor, como un cachorrito recién nacido, débil e indefenso. Sus padres, gente extremadamente humilde, lloraban en silencio tomando sus manitas regordetas.
Mi profesor médico estaba parado a los pies de la cama, sólo observando (como nos mostramos nosotros, los médicos, después de haberlo hecho todo) y esperando se entienda que de allí en más, sólo queda la milagrosa mano de Dios.
La piel calcinada por el agua hirviendo en un accidente casero, que no sólo se había limitado a dañar el exterior sino que había traspasado hacia los órganos internos castigándolos con ferocidad.
Con mi superior nos retiramos por el pasillo en lenta caminata, donde me dio a entender que se trataba de un caso terminal, irreversible; esperando humanitariamente concluya lo más pronto posible para evitar tanto dolor.
Seguí mi rutina hasta ver a Carlos preparando el mate; ingresé en la cocina y me desplomé sobre una de las banquetas.
Cuando estuve frente a él, con enorme vergüenza profesional, no pude más y me largué a llorar.
Dejó que me desahogara y, poniendo su mano gastada sobre mi hombro, dijo susurrando:
- ¿Cómo explicarte? - limpió su voz con una tosecita y mirándome a los ojos, más que decirme, me aseguró: - ¡¡¡Se salvará!!!
Sus palabras instantáneamente accionaron un alivio en mí; un bálsamo sobre la herida; igual al final del dolor, que no sólo cesa, sino que también da placer. Una inevitable sonrisa escapó de mis labios, pero en ese íntimo festejo, la luz de la razón se encendió y dejó expuesta la desnudez de mi vergüenza.
Me pregunté: “¿Qué clase de idiota soy? ¿Cómo puedo creerle a este simple peón de limpieza y desacreditar treinta años de trayectoria y miles de casos hospitalarios?”
Antes de concluir ese pensamiento, Carlos, comprensivo, palmeó mi mano derecha y con una sonrisa cómplice dijo:
- Él sabe curar los cuerpos. Yo, curo las almas.
III
El mundo hablará de él
Haciendo mi última ronda, pasé por la sala de cuidados intensivos y me detuve a mirar por el ojo de buey de la puerta vaivén. Allí descubrí a Carlos junto a la cama del chiquito; a los pies, su mamá dormía sobre una silla, vencida por el sueño. Él, con su camisolínblanco inmaculado, posaba ambas manos sobre la pequeña cabecita. La luz que se filtraba por las rendijas de la banderola daba a aquella imagen un toque celestial.
Fui al vestuario, mudé mis ropas y transité los silenciosos pasillos en dirección a la salida del personal. La mañana me sorprendió un tanto fría así que, subiendo las solapas de la campera y manos en los bolsillos, atravesé la gran plaza desolada, como
cada mañana.
Al llegar al otro extremo lo vi. El viejo Bueno estaba allí, esperándome, a pesar de sus vanos intentos de demostrar que el encuentro era casual. Nos saludamos por lo bajo y evitando que tuviera que detenerme, se unió a mi paso por la vereda que bordeaba la plaza, en dirección a la avenida, sin mediar palabra.
Cuando llegamos al semáforo, se paró frente a mí y tuve la evidencia que algo importante me diría.
- Ya no nos veremos más.
Esas palabras cayeron con la contundencia que sospechaba. Sentí claramente que se me llenaban los ojos de lágrimas y antes que pudiera preguntarle, continuó:
- No tengo mucho más que hacer por aquí.
Me abrazó afectuosamente, pero yo quedé estático, paralizado; quizás fue una muestra física de mi rencor hacia su actitud.
Al oído me susurró:
- Donde quiera que vayas, yo estaré junto a vos.
Me apartó y dio un paso atrás, como queriendo salir de la escena; terminar ya con tanto dramatismo. Giró sobre sus pies y comenzó a caminar, a los dos pasos volvió a girar mirándome sonriente:
- Otra cosa: el pibito se salvará. Algún día todo el mundo hablará de él. No te olvides, eh? Se llama Carlos. “Carlitos Tevez”.
Se mezcló entre los autos y tras el paso de un colectivo, desapareció para siempre.
IV
¿Quién conoce a Carlos Bueno?
Las noches siguientes fueron angustiantes. Tomar el turno y no verlo por los pasillos o ejerciendo sus rituales en las salas y, mucho peor, sentir cuán tristes pueden ser los mates en soledad.
Cada mañana atravesaba la plaza por el exacto lugar, suponiendo que ese camino me llevaría al él; pero al divisar aquel punto de encuentro, el espacio vacío desvanecía todas las ilusiones.
El único alivio componedor era seguir la incomprensible mejoría de Carlitos. La sorpresa del cuerpo médico no tenía respiro ante los constantes avances que desafiaban todas las reglas de la naturaleza. Cada estudio mostraba las transformaciones lentas, pero constantes, hacia una segura sanación.
Parado junto a su cama, lo observaba horas enteras; quizás porque se había convertido en el único nexo entre Carlos y yo; su mejoría ratificaba mi fe. El chiquito parecía reconocerme y dentro de su estado, al verme, sonreía efusivo y agitaba con fuerza los bracitos y las piernas.
Esa mañana se me ocurrió una idea genial. Esperé hasta las 9 hs. y fui a la oficina de personal. Si bien había estado solo un par de veces en mi ingreso, recordaba perfectamente a la empleada que realizara el trámite.
Fui directo a ella y con excusas opulentas e innecesarias, le solicité los datos del ex empleado en cuestión. Ella, haciendo caso omiso a mis explicaciones y mascando groseramente un chicle, esperó que terminara y sin mediar palabras, fue hacia el fondo a revisar unos archivos colgantes.
Regresó con la negativa en su rostro y yo, como no aceptando, me deshice en explicaciones, describiendo, dándole detalles de su personalidad, funciones, horarios... En medio de esa verborragia, estalló una carcajada socarrona; yo sentí por dentro que enfurecía.
- ¿Peón de limpieza nocturno? - me dijo.
- Sí - respondí.
- Señor, hace años que no tenemos a nadie en
ese puesto.
V
Cambio en Boca
La vida continuó vertiginosamente para mí. Terminé la carrera de medicina, la especialidad y, paralelamente, me casé y conformé una hermosa familia.
En ambas cosas me acompañó el éxito, convirtiéndome en un reconocido profesional y padre de dos varones y una niña.
Ante todas esas cosas buenas, yo sentía la presencia protectora del místico personaje y a cada suceso afortunado, mencionaba: “Gracias, Viejo Bueno”. Con el tiempo, mi familia adoptó esa muletilla como propia, sin conocer siquiera el origen de la misma.
La tarde del 21 de Octubre del año 2001, estábamos todos en casa; como cada domingo, teníamos el ritual de ver el partido en el televisor grande del living. Nosotros, mis hijos, amigos y amigos de mis hijos, convertíamos el ámbito en una tribuna popular.
Fui a la cocina a buscar hielo y mientras estaba allí, escuché por sobre el murmullo del gentío, la voz clara del relator que anunciaba:
- Cambio en Boca: Ingresa el debutante Carlos Alberto Tevez.
Con la cubetera chorreando en una mano, corrí hacia el televisor y en el interín pensaba: “¡Un nombre tan común. Qué locura!” Pero otro sector de mi cabeza, estaba plenamente ocupado en las matemáticas, tratando de calcular cuántos años tendría el chiquito en esos días. Quedé estático frente a la pantalla, con la mano derecha levantada imponiéndole al resto total atención; la sala enmudeció sin saber por qué.
El cuarto árbitro exhibía el cartel luminoso del cambio y un muchachito, de espaldas, precalentaba. Cuando la cámara lo enfocó de frente, fue contundente; no tuve dudas. Vi claramente en el cuello una enorme cicatriz, que se extendía escondiéndose debajo de la camiseta de Boca.
De allí en más, sentí el ruido de la cubetera estallando contra el piso y a continuación, las palmadas de mi hijo en la cara, tratando de hacerme reaccionar sobre el sillón del living.
VI
Dar las Gracias
¿Cómo de allí en más, no seguir de cerca la vida de Carlos Tevez? Si bien nadie entendía esa devoción casi adolescente, yo prefería aceptar el ridículo, a contar la verdadera historia que nadie creería.
Era como un cariño paternal; recordar el rostro pequeñito, su ingenua sonrisa, esas piernitas regordetas y verlo ahora derramando por el campo de juego los mismos valores. En cada gambeta, cada vez que trababa o corría una pelota que todos daban por perdida, ponía la misma fuerza, el mismo tesón, el mismo orgullo con el que años atrás le había ganado su partido, nada menos que a la muerte.
Me sentía parte de ese logro, aunque él no lo tuviera registrado en su memoria. Yo disfrutaba el ego de haber formado parte de aquél equipo legendario y anónimo.
Se fue de Boca en lo más alto de la gloria y se lo dejó, con la resignación de un hijo que merece crecer, pero se conserva intacta la piecita por si un día decide regresar.
Salió al mundo; los juegos olímpicos, las copas internacionales; y pasó por el Corinthians, donde no sólo se hizo respetar a fuerza de gambetas y goles, sino que demostró, a través de los buenos oficios de Marquinhos, que dos cabezas de diferencia no son nada para la bravura de Carlitos Tevez.
Toda esa trayectoria, fue la base para el suculento contrato con el West Ham y a los ingleses no les importaron las Invasiones, Malvinas, o Ratín mofándose de la Reina para enamorarse del jugador argentino. No era noticia saber de sus bromas; el amor por los orígenes, la familia, la música tropical; y, aunque se lo viera vistiendo caros trajes de las marcas más exclusivas, jamás dejaba de ser aquél chiquito humilde que yo había conocido.
La tarde del 24 de Abril del 2007 convirtió un golazo de tiro libre. La puso junto al palo; inatajable para el arquero. En la alegría del festejo, saltó las vallas y se zambulló sobre la gente. Jamás nadie había hecho algo semejante y era inimaginable la respuesta de ese público, escéptico y flemático, ante tal actitud. Ese puñado de espectadores, lleno de felicidad, abrazó al ídolo con una calidez inusitada.
La llamativa actitud, rodó por el mundo con la velocidad que la prensa le puede imprimir a una noticia jugosa como esa; en todos los idiomas posibles, noticieros y programas deportivos, dedicaron un párrafo especial. Lo escuché en la radio y por la noche, disfruté las imágenes, una y otra vez.
Al día siguiente, ingresé en el consultorio unos minutos antes del primer paciente, como era habitual, para tomar un café y ojear el periódico.
Mi secretaria solícita, se encargó de atenderme y disfruté viendo la foto de la portada: Carlitos saltando sobre la gente.
Casi doy vuelta la página, pero algo me llamó la atención. Saqué la lupa del primer cajón del escritorio y ya no tuve dudas. El gentío los rodeaba, pero él, no abrazaba a cualquiera. En medio de todos, con su imagen inconfundible, estaba, nada más, ni nada menos, que mi querido y viejo amigo, el legendario, Carlos Bueno.
