
Operación Kiese
I
El encuentro
Arribó al hotel de madrugada con un enorme bolso y cara de pocos amigos. En ese momento pensé
que sería el cansancio, la hora o el retraso del vuelo lo que provocaba el mal humor. Con el tiempo descubrí que estaba en su estado natural.
Comprobé que la reserva había sido hecha por el Club Independiente y, como a todas las figuras de
primera división, se recomendaba darle una buena habitación.
Al leer el nombre Carlos Kiese, sentí que me era familiar, pero no podía precisar de dónde. Llenó la
ficha de registro y le asigné el cuarto 208, uno de los mejorcitos de aquel viejo hotel de Constitución.
Lo hice acompañar por el Boxeador, un maletero de la noche apodado así por su gran pasión por ese
deporte que practicaba con vehemencia, esperando su primera pelea profesional que nunca llegaba o, lo que es peor, se postergaba indef nidamente junto con sus sueños de ser un gran campeón lleno de fama y dinero.
Con el correr de los días seguí viendo a Kiese por los pasillos, al regreso de sus entrenamientos o
vagando solitario por el lobby del hotel. En ocasiones se sentaba en los sillones con la mirada perdida en la urbe que transitaba la plaza gris frente a la estación de trenes, como queriendo huir con algún humilde trabajador que seguro se reuniría con su familia, y eso tan simple lo hacía feliz.
De a poco mis forzadas charlas y sus monosílabos comenzaron a establecer una incipiente amistad
que crecía día a día, hasta que en una ocasión en que subí a la habitación a llevarle un mensaje, me
mostró el retrato de su madre que desde la mesa de luz parecía cuidarlo; esa señora gordita y con cara de buena logró enternecerme.
Una noche mientras estaba sumergido en sus sesiones de silencio sobre los sillones del hotel, yo
repetía para mí: “Kiese, Kiese…”. Hasta que de pronto mi mente fue atravesada por un rayo de luz que me transportó en un túnel del tiempo a la noche del 8 de octubre de 1979, en la que junto a Carlitos Andriani y el Cabezón Canale, desde la tercera bandeja de la Bombonera, veíamos horrorizados cómo nos birlaban la Copa Libertadores de América.
A los doce minutos, la expulsión de Suñé fue determinante. El experimentado Nº 5, como un
principiante había reaccionado a la marca pegajosa y constantes agravios premeditados del joven volante central de Olimpia y, sin miramientos, el referí lo expulsó. Boca sin Suñé no podía revertir el 2 a 0 que arrastraba de visitante, y en un empate sin goles vimos humillados cómo el equipo paraguayo daba la vuelta olímpica en nuestra propia casa. Lo más importante era que aquel volante central que había abortado tantas ilusiones, fue nada más ni nada menos que el célebre pasajero Carlos Kiese.
Cómo podría de allí en más mirarlo a la cara sabiendo los insultos que le había propinado en esa
oportunidad, y no sólo a él, sino también trasladados a los seres más queridos. Cómo podría en adelante ingresar a la habitación 208 y pasar frente al retrato de la mamá, esa buena mujer a quien sin conocerla había ofendido tanto.
Me costó mucho justificar mis actos y seguir adelante esa relación que crecía a pasos agigantados,
mientras descubría como en un rompecabezas los secretos de su intrincada personalidad. Tenía un sutil humor que podía convertirse en una daga mortal, y si bien la ferocidad en el campo de juego era valorada por propios y criticada por ajenos, eran sólo caricias comparada con su dañina e implacable ironía. Y yo, como un hábil número 10, luego de recibir algunas muestras de sus golpizas aprendí a transitar la mitad de la cancha sin exponerme a las fricciones y, mucho
menos, prestarme a disputar una pelota dividida.
Esa era su forma de comunicarse, su extraña manera de ofrecer cariño. Pero detrás de esa cortina de
humo había un hombre generoso, capaz de entregar su amistad a un ilustre desconocido como yo o,
mucho más, darle alojamiento —una vez instalado en el departamento de Avellaneda— al rústico Boxeador, que con los abusos que prodiga la ignorancia se instaló a cuerpo de rey. De a poco el Boxeador iba ganando terreno; hasta llegó a colgar una sábana delimitando el living en la mitad para preservar su intimidad y la de su pulposa novia que con descaro iba subiendo la frecuencia de visitas hasta quedar prácticamente instalada en forma permanente.
La situación se complicaba cuando la novia de Kiese venía de viaje a visitarlo. Aquella hermosa y fina dama veía con horror dicha situación y apoyaba mis humildes consejos de expulsar def nitivamente a ese par de especuladores.
Él encontraba la manera de evitarlo con evasivas y el Boxeador se sentía protegido a la sombra de su bondad.
II
Gracias por el auto
Un día Kiese me llamó para contarme que viajaría a su tierra; estaba arrastrando una lesión que lo alejaba de la cancha por unos quince días. Así consiguió el permiso para visitar a la familia. No sólo
quería despedirse, sino ofrecerme su automóvil que guardaba en una cochera fija a la vuelta del hotel. Yo no podía aceptar tal gesto; tenía en aquella época un Fiat 600 del año 73 que, muy flojito de papeles, estaba inhibido de cruzar a Capital. Cómo podía aceptar aquel Chevette deportivo flamante, del cual el paragolpe delantero era más valioso que todo mi auto. Cómo salir a la calle montado en esa máquina sin siquiera saber manejarla. Negándome a ir a trabar con Kiese, tiré la pelota afuera y acepté con agradecimiento convencido de no tocarlo jamás. Así que fuimos a la cochera y autorizó mis posibles salidas dándome las llaves y los documentos.
El sábado siguiente por la noche, la tentación me ganó al tener una cita con la nueva mujer de
mis sueños. Supuse que aparecer con el Chevette sería deslumbrante. Junté coraje y luego de media
hora mirando y verificando los comandos me lancé a la calle Salta sin imaginar que el cruel destino meesperaba a tan sólo dos cuadras, en la intersección con la avenida San Juan.
Al parar en el semáforo, de una Chevy verde que estaba adelante, en un acto tan rápido como
confuso, tres sujetos se lanzaron sobre mí y aparecí en el asiento de atrás maniatado y con un trapo
oscuro que me tapaba los ojos. Quise preguntar y recibí a cambio un duro golpe, supongo que de una culata, e inmediatamente sentí cómo un fino hilo de sangre corría por detrás de mi oreja. Me ataron las manos en la espalda y me sacaron del bolsillo trasero el portadocumentos con los papeles del auto.
Si bien en el otro bolsillo tenía la cédula de identidad, no se percataron. Mi feroz acompañante supongo que verificó los papeles y dijo a los otros con voz de satisfacción: “Sí, es él”.
El trayecto no fue largo y yo pude detectar que habíamos doblado a la derecha, así que íbamos al
sur. Sentí cómo se abría un portón de chapa y el auto, luego de ingresar, se detenía. El portón volvió a crujir a mis espaldas.
Me sacaron a los empujones y llegando a ciegas a determinado lugar propiciaron mi caída. Allí quedé recostado contra una pared y sobre el piso, que supuse de cemento por lo frío y húmedo. Ésa fue mi primera oportunidad de valorar los otros sentidos, ya que no tenía la vista, y lo fui ratif cando al agudizar mi oído y percibir voces lejanas al otro lado de la pared. A cada rato venían a verme; en silencio percibía que me observaban, hasta que ingresó alguien más rudo que me tomó del pelo y enardecido dijo: “Así que vos sos el famoso paraguayo Kiese; te vamos a hacer mierda.
¿Te acordás de aquella noche en la Bombonera? ¿Te acordás cómo nos cagaste la vida?”.
Yo, asustado, no podía ni contestar, ni negar, ni explicar; tampoco nadie esperaba nada de mí. El
sujeto se alejó con un paso rápido y dio un portazo. Allí quedé desconsolado y atento al mínimo ruido. Para ese entonces mis oídos ya experimentados podían captar casi todas las conversaciones que mantenían pared de por medio.
Sin duda era una fracción de la 12 —sector que comanda la hinchada de Boca— que quería tomar
venganza contra quien hacían responsable de aquella fatalidad; pero también denotaban un trasfondo político, para consolidar un espacio de poder dentro de la organización. El debate se centraba en “qué hacer con Kiese”; o sea, por error, conmigo. Yo pensaba: “Mientras esto sucede, él estará cenando feliz con la mamá o paseando enamorado de la mano de su novia. En cambio yo, en el frío cemento, estoy escuchando el debate para ser sentenciado”.
En otra escena, visualizaba a la bella muchacha que esperaba en alguna esquina verme llegar con el
Chevette deportivo, y no estaría dispuesta luego a aceptar una excusa tan ridícula como la realidad me imponía contarle.
El debate seguía adelante con distintas opciones para consumar el objetivo. Los más duros iban a
todo, matarme; otros, más benévolos, optaban por la fractura de las dos piernas, soberanas golpizas,
tatuar en mi frente “la 12” o entregarme en un gesto de buena voluntad a los muchachos de la Guardia Imperial —barra brava de Racing— que con gusto recibirían a un jugador de Independiente para descargar su odio.
En lo que todos coincidían era en esperar a alguien para estar seguros de mi identidad. Cuando
el sujeto llegó, ingresó al recinto junto a un grupo y uno de ellos levantó mi cabeza para exhibir el rostro.
Allí no tuve dudas; sin verlo sabía con certeza quién era ese personaje que estaba frente a mí. Su olor a linimento que todos los días soportaba en el vestuario de personal, ese mismo olor que se había mudado al departamento de Avellaneda como un animal marcando el territorio; sin duda, ese monstruo, era el inefable y decadente Boxeador.
Se produjo un absoluto silencio. Seguro su gesto que develaba el fracaso de la operación generó
un clima tenso que estalló en irrepetibles insultos y el sonido de algún cachetazo. Pasada la cólera, se retiraron protestando a la sala de debates. En el bullicio sólo se destacaba la mudez del Boxeador que, ante mí, intentaba preservar su identidad. A través de la delgada pared, sentí con agrado que el plan era liberarme bajo amenaza de muerte si llegaba a decir una palabra y el juramento de volver a intentar el secuestro de Kiese, pero esa vez con éxito.
II
Valía una pena
Me subieron al auto en el asiento del acompañante y, conducido por uno de ellos, desandamos el corto trayecto. El raptor estacionó el vehículo y liberó mis manos, pero para amedrentarme incrustó el caño de un arma en mis costillas y me indicó que no me sacara la venda por un rato. Yo supuse que se iría enseguida, pero por las dudas me quedé inmóvil por un tiempo exagerado, a tal punto que me despertaron unos golpecitos en el vidrio. Era un señor que intentaba sacar su auto del garaje. Sobresaltado, me quité las vendas y salté al lugar del piloto donde estaban las llaves puestas. Sólo pedí perdón sin explicaciones; serían ridículas e increíbles como las que daría a aquella bonita niña que me esperó en una esquina.
Regresé lentamente hasta la cochera y con dificultad estacioné el vehículo. Retiré las llaves y
los documentos que estaban prolijamente guardados en la guantera; salí caminando desorientado preso de ese secreto, amenazado si hablaba y torturado si callaba.
Era domingo, debía tomar mi turno en media hora. Fui directo al hotel para ocupar mi cabeza y no
volverme loco. Al ingresar por la puerta de personal, me encontré con otra realidad. El olor a linimento me lo anunciaba por el pasillo. Debía enfrentar al boxeador haciéndome el tonto sin que sospechara que sabía que hacía algunas horas había estado frente a mí salvándome la vida, pero implicado en aquel acto rastrero en contra de mi amigo y su benefactor. Al verme, me saludó con singular hipocresía y yo puse un enorme esfuerzo para contestarle tímidamente.
Como si nada pasara, me comentó feliz que el sábado siguiente se concretaría la tan esperada pelea. Sería en la Federación de Box de la calle Castro Barros y, sin duda, contaba con mi presencia.
Pasé toda la semana angustiado deliberando si iría o no, pero mi ausencia podría despertar sospecha.
Así que tomé coraje y el día indicado estuve allí. El estadio estaba desolado, con no más de
veinte espectadores entre quienes se encontraban algunos compañeros de gimnasio, un par de peones de cocina del hotel y su novia. Rodeada de amigas tan patéticas como ella, montaba una escena en la que personif caba a la mujer de un gran campeón.
Salieron al cuadrilátero el Boxeador y un principiante que anunciaron como la promesa de Villa
Domínico. Al pasar cerca de su rincón, me guiñó el ojo como agradeciendo mi presencia. Me senté alejado del grupo y recibí la primera sorpresa de la noche.
Escuché la voz de su entrenador y no tuve dudas: era uno de mis captores. Cerré los ojos y maldije en silencio: “Esta porquería había vendido a Kiese para conseguir su pelea”, me dije. Sin relacionarlo con el contexto pensé: “A este tipo habría que romperle la cara”. Parece que el muchacho de Domínico escuchó mis ruegos y en un solo round, sin saberlo, se convirtió en un paladín de la justicia.
No pude despedirme del Boxeador, al que llevaron inconsciente al camarín; sí de su novia, sumergida en llanto. Me retiré caminando en la noche lluviosa con un íntimo sentimiento de satisfacción.
IV
La bendita transferencia
Al día siguiente, apenas tomé el turno, sonó el teléfono de recepción. Atendió un compañero y me lo pasó; era una llamada del Paraguay. Escuché la voz de Kiese que con entusiasmo me informaba que se había concretado su venta a Cerro Porteño y ya no volvería a Buenos Aires.
Me invadió una enorme emoción y tuve ganas de llorar. Kiese nunca imaginó lo importante de esa bendita transferencia.
El Club le enviaría sus pertenencias y, más aun, realizaría ese acto que él nunca tuvo el coraje de llevar a cabo. Dejaría en la calle al detestable Boxeador que, por el momento, se reponía en una cama del Hospital Santojanni.
Pasarían a buscar la llave del auto y los documentos para venderlo y enviarle el dinero. Nos
despedimos cálidamente con la promesa de volver a juntarnos alguna vez. En los días siguientes, vi con cierto agrado la Chevy verde merodeando inútilmente frente al hotel. Al hacerse pública la transacción, desapareció para siempre.
A los pocos meses, una enorme gresca a la salida de un Boca-River se cobró dos víctimas fatales
del club de Núñez. El jefe de la 12 fue implicado y detenido por años junto a otros integrantes. Así
quedó desarticulada la estructura. Pero a pesar de eso, más por orgullo que por convicción, se jugaron la última carta enviando a un sicario al Paraguay.
Enmascarado como robo hogareño, el chacal esperó paciente, agazapado en lo oscuro, hasta tener su oportunidad.
La faca jugó una rara gambeta esquivando cualquier órgano vital. Se había consumado otro fracaso. Hacía falta más que un frío metal para apagar la vida de un gran hombre como Carlos
Alberto Kiese.