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I

Perfil de un criminal

 

Aconteció en una época en que yo era capaz de darlo todo por Boca. Iba a verlo a cualquier cancha y asumo con vergüenza que era lo único importante en mi vida. Las semanas no tenían sentido esperando los domingos; sólo servían para leer cuanto diario o revista pasara por mis manos con notas de Boca.

En mi piecita de adolescente no había un centímetro libre en las paredes. Todo era posters, fotos, recortes y banderines. Por sobre esa enfermiza pasión sobresalía un escalón más arriba, irguiéndose con su camiseta Nº10, la rara figura de mi máximo ídolo, Osvaldo Rubén Potente.

Su físico controvertido y no muy deportivo lucía unas patillas singulares, con la pinta bohemia y tanguera de Cacho Castaña. Su sonrisa sobradora no podía generar más que rechazo, pero él la convertía en una mueca seductora, carismática, capaz de emocionarme. Su andar trabajoso por la cancha, producto de aquel cuerpecito diminuto y desaliñado, dejaba a las claras que ese cerebro superdotado aportaba casi todo.

Sólo las leyes de la compensación habían hecho aquella obra. Si hubiesen dotado a Patota del cuerpo de Curioni, el fútbol reconocería hoy a Diego Armando Maradona como el segundo mejor jugador de la historia del fútbol. Y tercero en la cola, el negro Pelé. También en ese trueque de físicos y mentes no hubiera querido estar presente para ver la otra combinación.

Las fotos de Potente predominaban en mi pieza en una superioridad de tres a una, y más allá de lo futbolístico, conocía detalles de su vida personal. Mis amigos, sabiendo de tal devoción, cada vez que encontraban un nuevo dato o notas inéditas corrían a casa como llevando un tesoro. Yo lo valoraba en esa medida.

 

II

A una semana del hecho 

 

Una semana antes del fatídico día jugábamos contra River, en River. Con los pibes de siempre salimos de la puerta del Club Ituzaingó a la Estación de Temperley. Tren, subte, colectivo; una verdadera excursión de ida, llena de cantos y alegría. Sólo Dios sabía cómo sería la vuelta.

Llegamos a la tribuna visitante, ésa desde donde los jugadores se ven como hormigas e individualizarlos

es una misión sólo para expertos. Yo lo era. En esa época podía distinguir un rulo del Chino Benítez en el piso de una gran peluquería o reconocer a Mouzo por la radiografía panorámica de sus piezas dentales. Sólo me molestaba ver a Boca tan diminuto, cosa inusual a la que nunca estuvimos ni estaremos acostumbrados. 

El partido se inició con el nerviosismo lógico y grandes imprecisiones. A los diez minutos una entrada de Morete nos puso abajo 1 a 0. La tarde se oscureció y no dábamos dos pases seguidos, hasta que en una subida el Tano Pernía metió una pelota llovida en la puerta del área grande. Nosotros veíamos la jugada desde atrás, así que junto a Patota todos cabeceamos un mágico globo que sobró a Fillol en altura y mansa se hundió en la

red. Había estado hasta allí casi de perfil, aplastado por la gente. No conseguía colocar mis hombros

paralelos en dirección al terreno, pero en el gol bajé cinco escalones, me abracé con quince desconocidos

y por varios minutos perdí a mis amigos. Es llamativo ver como los goles pueden lograr cosas que parecen

imposibles.

La alegría duró poco; a los dos minutos otra escapada de Morete y 2 a 1. Había sido sólo un descuido. Boca “lo tenía”, se les podía ganar y ellos lo sabían. Allí se produjo el primer acontecimiento que daría origen al asesinato

una semana más tarde. Teníamos que sacar del medio; el cabezón ya tenía puesta la pelota en el círculo central. River volvía del festejo; al pasar, J. J. López tocó el balón hacia un costado. Fortuitamente cayó a los pies de

Alonso que se lo dio a Merlo, y así se improvisó un “loco” con Potente desesperado tratando de conseguir

la redonda. 

En el segundo intento fue al cuello de Merlo en clara toma de ahorque. El referí, que llegaba a la escena, no dudó en sacar la roja y echó a la figura de Boca. La indignación e impotencia no cabían dentro de mí. Muchas veces uno insulta en la cancha, pero nunca antes lo había hecho con tanta ferocidad descarriada.

El partido lo perdimos 3 a 1 en el segundo tiempo. Nos expulsaron a Nicolao y a García Cambón, pero

para regocijo de la hinchada terminamos con ocho jugadores apretándolos contra su arco y perdiendo

varios goles que hubieran cambiado la historia.

 

III

El asesinato

 

Yo trabajaba como cadete en una agencia de viajes y me había hecho muy amigo de un compañero que vivía en Belgrano. Nito me invitó ese sábado a comer un asadito en su casa y, sabiendo cómo los hacía el viejo, no dudé en aceptar. Además, el domingo no jugaba Boca, ya que el martes siguiente Argentina enfrentaba a Perú

en un amistoso preparatorio para el mundial de Alemania 74.

Pasamos bárbaro la mañana en su casa; luego, el asado y, tras la sobremesa, Nito me dijo de ir a

caminar un poco. Yo me hice el tonto y acepté sabiendo que esa caminata no era casual: terminaríamos en la cancha del “Defe” que jugaba de local. Como no teníamos un mango, debíamos esperar para entrar gratis cuando levantaran los molinetes faltando veinte minutos.

Era para mí un verdadero castigo bancarme una hora y media en la puerta de la cancha de Defensores

de Belgrano, para entrar veinte minutos a ver un partido que no me interesaba. Además, soportar la arrogancia de los controles que en esos minutos gozan de su único momento de poder antes de volver a la vida real. Amagaban, reían, miraban el reloj y ni un segundo antes liberaron la entrada. Una chorrera de cincuenta pobretones mal mirados invadimos una tribuna con otras trescientas almas. 

Nito se desesperaba por encontrar el mejor lugar, y yo, sin saber que en pocos minutos sucedería lo peor, lo seguía con el desinterés de una mujer neófita que está más pendiente del puesto de hamburguesas que de lo que sucede en el campo de juego. Allí quedé, como colado en un bautismo sin conocer a propios o ajenos, sin saber siquiera el nombre de la criatura.

De repente, alguien señaló y yo miré; no lo podía creer. Salí corriendo hasta la reja que divide la popular de la platea llevándome varias personas por delante para colgarme de ella como un simio. El crimen sucedería allí en un instante. En el centro de la platea había un grupo de gente animada y, en el medio, uno al lado del otro, estaban el Cabezón Patota Osvaldo Rubén Potente junto a Mostaza Merlo (quien hacía tan sólo una semana lo había hecho expulsar y salía a la cancha con el único objetivo de mortificarlo).

Me sentí paralizado, transpiraba frío, se me nubló la vista. Sólo me quedaba rezar; que no le hable, que ni lo mire. Quizá lo habían sentado allí a la fuerza. Lejos de eso, Potente comenzó a reír con él, con la misma sonrisa que a mí me emocionaba, y efusivamente palmeó su pierna derecha. Sí, aquella con la que muchas veces lo había golpeado, sin interesarle que a mí me doliera tanto. En ese fatídico instante salió el disparo directo a mi corazón.

Lo vi salirse de mi pecho, rodar por los escalones; me rozó las piernas sangrando por la herida y murió, con una mueca de dolor que jamás olvidaré. Nadie le prestó atención, todos siguieron viendo el partido mientras yacía inerte sobre el cemento; sólo yo contemplaba horrorizado al fanático de Boca que hasta hacía unos segundos vivía dentro de mí. Salí de la cancha sin mi amigo; me escapé huyendo de la escena del crimen. Caminé y caminé

por la Av. Libertador a la deriva. Me sentía exhausto, pero no podía llorar. El que estaba allí, ya no lloraba por el fútbol. El que quedó de mí, no tenía lágrimas para algo tan tonto. El que caminaba a la deriva entraría en mi casa, despegaría los papeles y pintaría la piecita de blanco.

A la mañana siguiente llegaría al trabajo y se interesaría en aprender más y más, como también comenzaría a valorar a su familia, amigos y creer profundamente en Dios; un Dios verdadero que ama a todos sin importarle la camiseta. Quizás a través de este relato, un día Patota Potente se entere de que aquella tarde, sin saberlo, en un acto casi heroico, asesinó al fanático de Boca que vivía dentro de mí.

 El día que Patota Potente asesinó a un fanático de Boca 

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