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I

Los Diablos

 

Caminaba por la calle Esmeralda cuando lo vi; era Carlitos Piergiovanni. No dudé, si bien habían pasado más de cuarenta años conservaba los mismos rasgos. Mi sorpresa fue que él me reconociera, y eso me pareció un halago que certif caba que a pesar del tiempo yo tampoco había cambiado tanto.

Nos abrazamos casi emocionados como si hubiéramos sido grandes amigos, y en minutos sintetizamos nuestras vidas.

Él se había convertido en un prestigioso abogado y yo, en un próspero hotelero. Era grato

saber del éxito del uno y del otro, ya que salidos de aquel humilde barrio de calles de tierra parecía toda una utopía.

En realidad, nunca habíamos sido amigos, porque pertenecíamos a barritas diferentes y parábamos en distintas esquinas distanciadas a dos cuadras. Parecía que el paso del tiempo y la nostalgia de los cincuenta y pico habían limado algunas rivalidades infantiles.

Cada grupo en aquella época tenía su propia identidad. Él y sus amigos no frecuentaban tanto el club; iban como turistas a la pileta respetando nuestro territorio. Nosotros devolvíamos las gentilezas en el campito de Juncal, una canchita de la esquina de ellos a la que concurríamos esporádicamente con la sumisión del caso.

Carlitos estaba vestido con elegancia. Su cabellera, totalmente blanca y su barba candado, en idénticas condiciones. Me alegró comprobar en el corto encuentro que no había perdido su humildad, y disimulada en sus finos atuendos se escondía la esencia barrial.

Intuí que ese encuentro no sería el único y de allí podría nacer un vínculo sin esquinas ni distancias. Los cruces se hicieron cada vez más frecuentes, ya que su estudio quedaba a la vuelta del hotel, y los saludos, más afectuosos, hasta que un día coincidimos en la espera de un semáforo y comenzamos a charlar.

Me comentó que estaba jugando al fútbol con un equipo de veteranos y no supe si su voluntad o mi interés hicieron que me invitara a integrarme, cosa que me llenó de alegría y ansiedad, como para estar puntual el sábado siguiente en una cancha en la zona de Ezeiza.

Apenas me uní al grupo de esos muchachos contemporáneos descubrí un par de rostros conocidos: Aníbal y Omar, que habían sido compañeros en mi paso por el Industrial de Temperley. Al resto nunca los había visto, pero sentí en ellos reminiscencias de un tipo de gente con la que compartía códigos, ya no tan usuales.

Era un grupo de pibes grandes, con las mismas bromas, las mismas cargadas y, por qué no, la misma crueldad propia de la infancia.

Vestí la ropa del equipo y, como era de esperar, quedé en el banco de suplentes con un nerviosismo de épocas lejanas.

Se llamaban Los Diablos. Me llamó la atención porque sabía que Aníbal, uno de los hacedores, era fanático de Racing. El arquero, Marcelo, con más aspecto de cantante tropical que de guardavallas, en las primeras intervenciones dio muestras de sus grandes dotes. Una férrea defensa con más oficio que agilidad alineaba, como marcadores de punta, al Tano Mario y a Giusti, y Jogo y Jorge of ciaban de marcadores centrales. Al medio, la sapiencia de Carlitos como volante central. Aníbal y Tuson alternaban el talento creativo y Oscar transportaba hábilmente la pelota. Arriba, Marcelo y Abraham desbordaban buscando el arco o alimentando de centros al fogonero Omar. A mi lado, en el banco, el Loro, Richard, Luisito, Lalo y el Negro Bustos preparados para entrar y aportar sus talentos en bien del equipo.

Faltando veinte minutos, se me invitó a ingresar en la derecha del ataque. Los nervios, el pobre estado físico y limitaciones varias hicieron que las primeras pelotas se las entregara a los contrarios. Allí sentí que se desmoronaban las pocas expectativas que habían fundado en mí.

En un momento pude robarle la pelota al rival desbordé por derecha, avancé paralelo a la línea de fondo, vi claramente que por el medio entraba Omar y, a no más de un metro del poste, conseguí meter un centro atrás.

Alcancé a ver cómo la pelota ingresaba al arco tras un toque sutil del hábil delantero con pierna derecha. Una fracción de segundo más tarde, sentí el ruido contundente del palo derecho contra mi cabeza. Se me nubló la vista y se me aflojaron las piernas e inevitablemente, caí al suelo desmayado.

 

 

II

Un fresco depertar

 

Comencé a reaccionar en el contacto con el agua fría que corría por mi rostro. Entreabrí los ojos y vi nublado; sentí las voces de un grupo de chiquilines y de pronto, con dificultad, comencé a distinguir dos rostros que de cerca me observaban preocupados.

Quise escapar, pero fui detenido. Distinguí a Aníbal y a Carlitos, pero éste no tenía barba y su cabello era oscuro, y Aníbal reflejaba la frescura de los diez u once años. Entré en pánico, incorporé la cabeza y alcancé a ver por una calle a mi derecha el ruidoso colectivo 266. Hice un paneo alrededor y ya no tuve dudas; tal cual como había perdurado en mi recuerdo, estaba tendido junto al arco que daba espaldas a la calle Carlos Casares en el memorable campito de Juncal.

Me incorporaron con dificultad y me vi rodeado de mis legendarios compañeros de equipo: mi primo Raúl, Puchero, el Negro Sosa, Carlitos Andriani, el Peri, el Bocha, Memo, Julio, Guillermo, Chucola… Mi primo y Puchero se ofrecieron a acompañarme Lentamente, tomamos Carlos Casares hacia Ituzaingó y doblamos en dirección a mi casa. Pasé por delante del Tano que arreglaba zapatos, por lo de Oscar Modugijo, la panadería de don Coco, lo de doña Torila, mirando absorto cada detalle. No podía salir del estupor. Raúl y Puchero me animaban y relojeaban disimuladamente mi chichón en la frente. Yo no hablaba; estaba ansioso por dar vuelta en la última esquina. Y allí la vi. Estaba mi mamá barriendo la vereda. Corrí y me sumergí en sus brazos. Ella, en principio, se preocupó por el chichón, pero no podía entender aquel llanto desenfrenado, como nunca antes. Lloré y lloré, sentí su olor, disfruté cada segundo la tibieza de su cuerpo que como un bálsamo solía calmarme. Sólo que esta vez recuperaba algo que creía haber perdido para siempre.

 

III

Ir al club

 

Mamá me llevó adentro y se sentó en la silla de paja que había en el patio. Allí me tuvo un rato alzado. Yo, hundido en su regazo, el lugar más placentero, no dejaba de olerla, besar sus manos y llorar con congoja.

Mi hermana, Alicia, corrió hacia nosotros preguntando y volvió con la bolsita de goma marrón llena de cubitos que había retirado del congelador.

Yo, entonces, comencé a observar mis piernas flaquitas y llenas de moretones y el reencuentro con los viejos botines Sacachispas embarrados que pendían a un lado de la falda de mamá.

Al verme más calmado, me pidió que fuera al baño a lavarme la cara y las manos. El patio ya estaba invadido por su maravilloso olor a comida.

Entré en el baño y miré todo, recorrí cada objeto. Algunos aún estaban en mi memoria y otros se iban sucediendo como una catarata emotiva.

Antes de ir a la cocina pasé por la pieza. Todo estaba allí, el roperito, la cama, el póster de Rojitas pegado en la pared.

Agarré de abajo de la cama mi cartera de cuero marrón del colegio; la abrí rápidamente porque estaba desesperado por ver la fecha en el cuaderno forrado en papel araña. En la última hoja decía: “Hoy es 15 de mayo de 1968”. Descubrí así que tenía once años y mi viejo había muerto hacía tan sólo tres meses. En el cuaderno había deberes. Saqué la lapicera fuente de la cartuchera y en dos minutos hice las tres cuentas de multiplicar tratando de imitar mi propia letra.

Entré en la cocina; el hule, los cubiertos, el televisor blanco y negro. Mamá me sirvió un guiso de arroz, aquel que tantas veces quisieron imitar inútilmente para mí.

Almorzamos casi en silencio, tomamos agua y, de postre, una manzana deliciosa. Mi hermana, Alicia, estaba con los ruleros puestos. Tendría en esa tarde la primera cita con un muchacho. Sabiendo quién sería, estuve tentado de hacerla desistir, ya que conocía el triste final de esa relación. Pero pensé que quizá si lo hacía nunca nacería mi sobrina y sus dos chiquitos, mucho menos. Así que, tal vez, era el dolor que se debía pagar. Por otro lado, sentí como un mandato interno que me imponía estar inhibido de modificar el curso de las cosas y dejar que la vida fluyera como disponía el destino.

Casi salgo espontáneamente, pero recordé que debía pedir permiso; hacía tanto que no lo hacía. Una vez que me fue concedido partí hacia el club. Recorrí cada vereda; pasé por lo de Nenai, Omar, el Pato Darielli, Peloduro, Eguía, y en la esquina crucé en diagonal. En el tronco de Blasito estaba él con el grupo de muchachos grandes: Peté, Carlitos Darias, Zunino, Toto, Ramón, el Lechero... Tuve un intenso deseo de abrazarlos, pero reflexioné que si bien terminamos siendo grandes amigos, en esa época la diferencia de edad hacía que no me dieran ni cinco de bolilla.

En la puerta del club estaban Silvano, Rubén (Bartolo) y el Cabezón Canale. Éste les comentaba que comenzaba la carrera de medicina exponiéndose a las cargadas de quienes no conf aban en él. Con el correr del tiempo, todos terminamos consultándolo por alguna dolencia al doctor Canale.

Pasé por delante de ellos con un tímido saludo y al ingresar vi en la pista a Pito (arquero del equipo of cial del club) atajándole unos tiros a Pepe Mitrovich, quien seguramente no tendría en mente llegar a ser el número 9 del Toluca de México.

Una vez en el buffet, recorrí las mesas. Los queridos viejos reían y gritaban festejando una partida de mus. En la barra, sentado, el Cabezón Pichi tomaba un Cinzano con fernet y fumaba. Mi mandato me impidió acercarme a él y convencerlo de que se cuidara, porque no queríamos que se fuera tan joven;no faltaba mucho para que se silenciara su corazón y nos dejara un enorme dolor para siempre.

Me pasé toda la tarde caminando cada baldosa de la rojiza pista, el salón, la pileta, la cancha de bochas, sonriendo y disimulando cada encuentro con la difícil tarea de contener mis emociones.

Regresé a casa, me bañé con el calefón de alcohol y, en pijama, cené mirando Cine de Súper Acción. Ya agotado, me fui a la cama. Bajo tres frazadas y con un mágico beso en la frente de mamá, me quedé profundamente dormido.

Comencé a despertar; miré a mi alrededor y descubrí la suntuosa habitación del sanatorio. A mi lado estaban mis hijas, Natalí y Anabel, y a los pies de la cama Agustín, con cara de susto. Al verme reaccionar se acercaron y me besaron con amor. Natalí me dijo que me quedara tranquilo; habían hecho todos los estudios detectando sólo un duro golpe que me dejó inconsciente algunas horas.

Me puse a llorar, pero ellos no entendieron. Pensaron que era una reacción por el shock, el susto o el efecto de la medicación. A mí se me juntaban sentimientos: la felicidad de ver a mis hijos y la tristeza de haber dejado mi infancia para siempre. Entonces comprendí que el fútbol tiene un enorme poder, capaz de hacernos sentir niños como antes. Paradójicamente, Los Diablos me habían hecho llegar al cielo.

Reconozco que en la vida, para seguir adelante, de vez en cuando es bueno tirar un centro atrás.

 Un centro atrás 

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