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  Nadie entendió a Maradona  

 

I

Un famoso en Carapicho

 

La Tortuga se había iniciado en las divisiones inferiores del América. Un jugador duro, aguerrido,que llevaba la camiseta número 5 con verdaderapersonalidad; si bien era un poco lento. Esto, juntocon su cuerpo encorvado, le había adjudicado el singular apodo. Lo que le faltaba de velocidad, le sobraba de voluntad. Ese plus conseguía complicarle la faena a los habilidosos rivales que transitaban lamitad de la cancha.

Con notable emoción recibió el telegramaque lo citaba para formar parte de la organizacióndel Mundial México 86. En su humilde barrio de Carapicho, a unos veinte kilómetros del Distrito Federal, se convertía en un verdadero referente. Si bien nadie allí tenía pretensiones de catapultar un jugador a la selección, ofrecer a uno de sus hijoscomo alcanzapelotas a tal acontecimiento dejaba bien parado el honor de aquella popular barriada frente a toda la región.

El día que le entregaron los atuendos deportivosfue prácticamente obligado a lucirlos en la vereda de su casa, y aplaudido por todo el vecindario ante los sollozos de su madre y los cinco hermanitos.

“Si lo viera el padre”, comentaban las señorasref riéndose a aquel hombre bueno que hacía tresaños había fallecido dejando todo el peso de la familiasobre la espalda de su hijo mayor, la Tortuga.

El espectáculo duró sólo unos minutos porque la ropa deportiva debía llegar intacta. Si bien por elmomento era alcanzapelotas suplente, estaba primeroen la lista para reemplazar a alguno que faltara porcualquier circunstancia.Un largo rato el gentío permaneció en la puerta y las señoras mayores se encargaron de levantar juntoal muro de alumbrado un pequeño altar que llenaronde velas. Se distribuyeron turnos para mantenerconstantes las oraciones a la Virgencita del Pilar, rogando que el muchacho tuviera su oportunidad. Jorge Fuentes, la Tortuga, podría convertirse enel sujeto más famoso que la barriada de Carapichohubiera dado al mundo, porque aquella versiónde que el Loco Ibáñez iba a ser sparring de Pipino Cuevas, sólo fue un fiasco que jamás se concretó. Estuvo temprano en la sede de la organizacióny ocupó una silla del fondo, sabiendo de sus escasas posibilidades. Cuando llegó el sorteo para el partidoArgentina-Inglaterra, sacaron las doce bolillas ycomenzaron a nombrar a los designados por lista ynúmero de orden. A medida que los llamaban, losagraciados festejaban junto a sus íntimos. Hasta que llegó el último, Juanito Chávez. La sala quedó en silencio; todos los ojos buscaban a Juanito y descubrían que, como nunca, el joven en cuestión brillaba por su ausencia.El supervisor de alcanza pelotas levantó la mano como pidiendo la palabra, y los segundos de silencio que se tomó delataron que nada bueno estaba por decir.

“Juanito no vendrá”. Miró hacia arriba con un gesto de preocupación y pena para luego relatar lo acontecido. El micro 327, interno 4, había frustrado el sueño de Juanito cuando la noche anterior cerró la puerta a destiempo haciéndolo rodar por el asfalto y fracturándole las piernas en varias partes. Dadas las circunstancias, y apenados por la desgracia, no tenían otra salida que dar lugar al primer reemplazante,y éste era ni más ni menos que Jorge Fuentes, la Tortuga. El nombrado quedó estático. No había lugarpara el festejo, pero no podía desconocer una íntimay culpable alegría. El supervisor le colocó por lacabeza una cinta con la credencial y le dio un sentido abrazo. La llegada al barrio fue conmovedora. Lo llevaron en andas por las calles, y sonaron a su paso por todo el trayecto cánticos, bocinas, cohetes y cornetas. Al llegar a la puerta de su casa fue depositado en los brazos de su madre que lloraba de emoción. A pesar de la hora temprana, comenzaron a destapar botellas de cerveza y tequila en abundancia. Sólo quedó al margen la congregación de mujeres que arrodilladas frente a la Virgencita agradecían el milagro concedido por su patrona, sin olvidar también rogar por la pronta sanación del desgraciado Juanito Chávez. Al otro día, como siempre tras el turno en lapanadería, la Tortuga se dirigía en bicicleta a la cancha auxiliar del América para cumplir con el entrenamiento, pero inesperadamente cambió e lrecorrido y dobló en la ruta que daba al pueblo vecino de Iztapala. Más exactamente, se dirigía al Hospital Municipal. Cuando entró en la larga sala comunitaria, lo vio en una cama del fondo. Juanito, con sus piernas elevadas, reposaba como moribundo. Una enfermera rubia y regordeta lo tomaba de la mano. Al acercarse la Tortuga, se esfumó en silencio. Juanito abrió los ojos, y al ver a su visita sele llenaron de lágrimas. Cuando le tomó la mano, el enfermo mansamente le dijo: “Hermano, me cortaron las piernas”.

 

II

El lugar indicado

 

La combi ingresó por una de las puertasdel estadio y estacionó junto a la entrada de los vestuarios. Todavía faltaban tres horas para el inicio del partido y, al no haber habilitado todavía el ingreso del público, sólo se veía el movimiento de los proveedores, controles y policías.

Todos estaban muy nerviosos. La Tortuga y sus compañeros bajaron del vehículo y se dirigieron a un cuarto especialmente acondicionado. Allí una veintena de cajas contenían los balones oficiales dispuestos para ese encentro. El supervisor los iba desembalando y controlaba su dureza. Si notaba la falta de aire, un colaborador utilizaba el inflador llevándolos al punto ideal. Una vez verificados, los introducían en la bolsa azul para transportarlos al campo de juego.

Era el 22 de junio de 1986, y el bullicio de la gente que poblaba las tribunas aseguraba un marco imponente en aquel Argentina-Inglaterra ante los ojos del mundo.

Salieron alineados al campo de juego como si fueran un equipo profesional y, a pesar de que nadie percibió el ingreso, ni coreó, ni tiró papelitos, ellosse sintieron protagonistas y emocionados dejaron escapar algunas lágrimas.

El supervisor designó los puestos estratégicamente. Todos llevaban un balón y dejaron el resto en la bolsa a su cargo junto a los bancos de suplentes. Cada minuto sumaba espectadoresaportando colorido. Las parcialidades estaban bien definidas y los neutrales se identif caban con algunode los equipos.

Una cañita voladora arrojada en la platea altaequivocó el rumbo y salió hacia un costado pordebajo de los bancos. A su paso, la gente se levantabarápidamente extendiendo los brazos.

El artefacto pirotécnico perdió su fuerza, perode allí en adelante el resto de la gente imitó el gestocon gracia. Este pequeño acontecimiento se repitiópor todo el estadio y mágicamente nació “la ola”,patrimonio distintivo de México 86. Un gerente depublicidad supo vender este episodio a una de lasmarcas de bebida cola más famosas del mundo.

El clima estaba en su punto máximo cuandoingresaron los equipos llevando la bandera de FairPlay, y se formaron conmovidos para cantar sushimnos.

La Tortuga estaba como paralizado, rodillaen tierra apretando el balón entre sus manos ydesbordado por el acontecimiento.

Su puesto era junto al palo derecho del arqueroShilton. Al comenzar el partido canjeó un par deveces el balón tras débiles tiros desviados; no recibióni el más mínimo gesto de amabilidad por parte del guardavallas, pero a veinte kilómetros de allí, en laplaza central de Carapicho, se generaban ovacionescada vez que el muchacho aparecía en la pantalla gigante montada especialmente.

El primer tiempo transcurrió sin pena ni gloriay los protagonistas regresaron al vestuario con máspreocupaciones que aciertos.En el segundo tiempo todo cambió. Ya desde elcomienzo se notó un ritmo más ambicioso y ello secristalizó a los cincuenta y un minutos.

El intento de cortar un pase dio ese rebote caídodel cielo y Maradona saltó entre el altísimo defensoringlés y el arquero Shilton. La Tortuga estaba enel lugar indicado, en el punto perfecto como paraobservar un sutil movimiento de la mano derecha deldelantero.

El estallido de la tribuna argentina y la dubitativacarrera del número 10 fueron sellados por el pitazodel árbitro tunecino que señaló el centro del campo.

De los ciento diez mil espectadores, la Tortugahabía sido el único testigo válido para juzgar el hecho;tres metros a la derecha, un metro veinte por debajoy en diagonal Este-Oeste daban las coordenadasperfectas que comprometían la mano transgresora.

El reportero holandés de la cadena GHS (GroupHolland Soccer) era el periodista más cercano, lo suficiente como para percibir el gesto del muchacho y leer sus labios que balbucearon: “Nooo, fue la manode Dios”.

El joven periodista, sin emitir palabra, se dirigió a la sala de prensa desolada, escribió en una hoja y la envió por fax a su central. A los pocos minutos todas las agencias informaban al mundo de la irregularidad del gol y el reportero se adjudicaba la frase célebre que monopolizó los titulares: “Maradona y la mano de Dios”.

 

III

El hallazgo

 

El partido continuó con un ritmo vertiginosode ida y vuelta y tan sólo seis minutos despuésdel primer gol, Enrique dejó el balón en los piesde Maradona unos metros detrás de la mitad de lacancha. Allí comenzó aquella genialidad como unadanza. Sorteó media docena de defensores y, ante lasalida de Shilton, el genio convirtió su obra enviandola pelota a la red.

La Tortuga no se dejó llevar por el festejo deMaradona ni siguió como las cámaras y los millares deojos la carrera triunfal; el chico permaneció mirandoal guardavalla de rodillas en el piso y el balón quedormía recostado en el encordado.

Tomó la pelota que tenía en sus manos y pasando por el costado del arquero la dejó delante deél, mientras iba directo a buscar en el fondo del arcola protagonista del gol.

El arquero inglés se incorporó y con furia le dio un puntapié que envió la redonda al medio de lacancha.

La Tortuga había consumado el hecho: teníaentre sus manos el valioso trofeo que había consagradoel gol más importante de la historia del fútbol.

En el resto del partido ya no tuvo quedesprenderse más de él, y terminó el encuentro confestejos emocionados por parte del equipo argentinoy sus hinchas.

Sintió una vergüenza culposa cuando Maradonapasó cerca de él. Llevaba debajo de la camiseta elbalón con el que terminó el partido, convencido deque era el de su gol, ya que al no ver el intercambioignoraba que aquel insignif cante muchacho, a sólo aunos metros, poseía la verdadera reliquia.

Al regresar al vestuario de alcanzapelotas,la Tortuga tomó un pico y en la soledad del retretedesinf ó el objeto colocándolo en su espalda bajo lacamiseta y disimulado por el buzo.

Nadie percibió que aquella tarde la Tortuga parecía más encorvado de lo normal.

Diego, ya en Buenos Aires, mandó a construiruna vitrina de cristal biselado para lucir en su lujosodepartamento el supuesto balón con el que habíaconvertido el gol supremo. Por otro lado, a siete milkilómetros de distancia, Jorge Fuentes guardabacelosamente el verdadero bajo unas mantas en eldesvencijado roperito, y como un coleccionista quese compra un Picasso robado, en soledad disfrutabamirándolo por las noches.

Habían pasado dos años cuando el periodistaJulio Rosso pidió una entrevista con el ídolo. Tuvo que insistir hasta el cansancio y al final consiguió tal reunión.

Lo recibió una noche y, si bien no sabía paraqué, Diego fue bastante gentil haciéndolo pasar a su despacho y convidándolo con un whisky.

El joven sintió un escozor al ver la vitrina enun lugar de privilegio. Ref exionó que seguramente elenvoltorio era más valioso que el contenido.

Sin mucha charla previa, sacó un videocasetedel portafolio y le pidió al anf trión que lo echara arodar.

–Diego –dijo con miedo–, son descartes decompaginación. No sé por qué se me ocurrió mirarlosy allí descubrí esto.

Comenzó la cinta mostrando, sin sonido, elmágico gol, ése que su autor había visto cientos deveces. Sólo que al entrar la pelota en el arco la cámarano siguió el festejo; quedó estática apuntando en lamisma dirección.

Allí estaba lo mejor, o lo peor, que Rosso le queríamostrar. El futbolista comprobó horrorizado cómo elmuchacho mexicano dejaba su pelota –la que allí aunos metros lucía en la vitrina– y tomaba del fondode la red la original, llevándola disimuladamente asu posición.

Maradona se quedó mudo. Tomó un abundantetrago de whisky y preguntó:

–¿Quién es?

–Se llama Jorge Fuentes y lo apodan la Tortuga. Juega en la tercera del América de México.

Diego se quedó pensativo. Sacó del primer cajóndel escritorio su chequera, pero el joven interpuso sumano evitando el intento.

–¿Por qué lo hacés? –indagó el apesadumbradoídolo.

–Por nada, Diego.

Los dos sabían que algún día le otorgaría una exclusiva, más valiosa que cualquier retribución.

Lo acompañó a la puerta, se dieron un abrazo yla visita se introdujo en el ascensor.

Maradona y su representante convocaron parael día siguiente, en ese mismo sitio, a dos of cialesde élite. No dieron mayores detalles; sólo los datos del muchacho y que debían recuperar un balónque le pertenecía a Diego. En la mesa ya había unsobre con varios miles de dólares para el pago de lostickets, parte de sus honorarios y una recompensa siel muchacho no se resistía a la entrega.

Los oficiales guardaron el sobre y se retirarondespidiéndose respetuosamente. Quedaron enreportar las novedades.

No fue posible que pasaran inadvertidos. En Carapicho, no muchos autos nuevos estacionaban enla plaza y menos dos desconocidos con clara actitudpolicial.

Cuando indagaron al jovencito que pasaba enbicicleta sobre la dirección del requerido, como si lohubieran hecho con megáfono, todo el pueblo sabíaque andaban buscando a la Tortuga.

Robertito entró en la casa, al fondo del pasillo, yfue derecho a su pieza. Sin hacer preguntas advirtióa Jorge, quien reposaba luego del entrenamiento, quelo estaban buscando.

Saltó de la cama, tomó el bolso de abajo delropero y lo llenó con algunas ropas. Antes de cerrarlo,introdujo la pelota y forzándolo logró cerrarlo.

Salieron por el pasillo y los vieron venir. Robertito no atinó a nada, pero la Tortuga saltó como un gatopara el terrenito baldío, hizo un estruendoso ruido alcaer sobre unas chapas y se perdió en el yuyal a todavelocidad.

Los agentes fueron vistos hasta el anochecerrecorriendo callejones y bares, pero todo fue inútil. La Tortuga ya estaba lejos de allí.

Sonó el teléfono en Buenos Aires cerca de las dos de la madrugada. Diego descolgó el auricular y escuchó en silencio. Del otro lado de la línea sólohabía excusas. Con voz dormida dijo: “Está bien”, ycortó, amargado.

Su esposa, que estaba pendiente de lo mismo, giró en la cama y preguntó:

–¿Qué pasó?

–Nada, se me escapó la Tortuga.

 

IV

El Homenaje

 

Los dos, a su manera, sufrieron aquellos años. El ídolo, sumergido en enormes crisis, depresiones, excesos y la Tortuga, como un nómada, cambiandode estancia, sintiendo permanentemente un estado de persecución.

Comenzó a rodar la versión de que se realizaría, tras el retiro de Maradona, un partido homenaje en la cancha de Boca. Jorge Fuentes sintió que ya era el momento de poner fin a esa culpa y de retornarle el balón al verdadero dueño.

Con dificultad, logró contactarse con su representante. Pactó un encuentro y condiciones previas entre las que se incluía una cifra millonariaen dólares.

A los pocos días el representante ocupaba unasiento de primera clase de la aerolínea mexicana, y luego de descender de la máquina recorría los pasillos del Aeropuerto de México en dirección a la confitería donde lo aguardaba Jorge Fuentes. El joven se paró dispuesto y ambos, luego de darse la mano, se sentaron.

No había mucho que hablar ni explicaciones que dar; sólo realizar el intercambio. El joven entregó una bolsa marrón con el objeto que el hombre espió antes de poner el cheque sobre la mesa.

Antes que el muchacho lo tomara, el representante dejó la mano como demorándolo y le advirtió que sólo depositaría el dinero una vez que e lobjeto fuera verificado.

Ambos se levantaron y se despidieron. Jorge Fuentes, con la solución de su vida económica y el otro hombre, feliz de darle a su representado aquel preciado tesoro.

Costó encontrar al químico Jean Cotle, un francés especialista en arqueología y anticuario, para determinar la autenticidad de la pieza.

Tras coincidir con su agenda y honorarios, viajó a Buenos Aires. Lo alojaron en un hotel cinco estrellas y se pactó allí una rápida reunión con Maradona y su representante en la lujosa suite.

Luego de las presentaciones y con un afrancesado castellano, trató de explicarles de manera sencilla cuál sería el trabajo.

Era prácticamente un ADN. Se prepararía una solución que contendría reactivos químicos generadoscon información respecto del cuero, pintura, muestrasdel pasto, temperatura y humedad de la fecha y otrostantos factores. Así se determinaría, en un 99,9 %, la autenticidad del balón.

Una vez obtenida la solución química, la pieza sería sumergida por unas trescientas sesenta horas y, si los reactivos no deterioraban ni rasgaban ni manchaban el objeto, sería auténtico. Entonces, automáticamente se haría el depósito y la Tortuga cambiaría su miserable vida y toda la familia disfrutaría para siempre.

El problema era que las trescientas sesenta horas daban más o menos quince días y se superponían con el partido homenaje. Pero a esa altura todo estaba tan avanzado que no había más remedio que llevaren paralelo estos dos acontecimientos con nervios y ansiedad.

La mañana del homenaje, Diego pidió llamar alquímico, pero la respuesta fue negativa. Faltaba un poco y precipitar el resultado podría echar a perdertodo el proceso.

A pesar de su honda preocupación, cumplió con todos los rituales: jugó un tiempo para Boca y el otro para la Selección y se fue ovacionado, comosiempre.

Luego dio la vuelta olímpica y, como estaba previsto, terminó en la tarima montada en medio del campo de juego.

Dio un discurso sentido, lleno de emociones y agradecimientos. Nadie percibió cuando el representante subió a la tarima, casi gateando parano ser captado por las cámaras, e incorporándose por su espalda le dijo al oído: “Llamó el químico; no hayduda, es la original. Salió intacta, ni una manchita”.

Maradona rompió en llanto, queriendo dar la noticia. Miró al cielo como agradeciendo y dijo: “El fútbol es lo más lindo y más sano del mundo. Porque se equivoque uno, no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota, la pelota no se mancha”. 

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