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I

Visita de domingo

 

Era un domingo soleado la mañana en que fui con mi hermana a la casa de una compañera de trabajo.

La gran diferencia de edad que había entre nosotros hacía que me llevara de visita más como un hijo que como un hermano. Y yo, que era muy serio para mis diez años, escuchaba casi indefectiblemente la frase “parece un hombrecito”. No sabía cuán bueno podía resultar ser un hombrecito a los diez años, pero la frase recurrente hacía que todos sonrieran complacidos y se convertía en el pasaporte para continuar siendo el hombrecito que acompañaba a mi hermana en su raid por casas donde me convidaban galletitas y Coca-Cola.

Ese domingo sería trascendente. No bien salimos, mi hermana, como un atractivo más, me comentó que la casa de su amiga quedaba frente a la cancha de Banfield. Ella nunca imaginó la dimensión de esas palabras capaces de dibujarme una sonrisa durante todo el camino sin que el trayecto me generara cansancio alguno.

Al dar vuelta a la última esquina divisé el estadio, la mole de cemento más grande que hasta ese momento había visto. La casa de la chica quedaba en una calle lateral que daba a la parte de atrás de la tribuna visitante. Esa calle que la naturaleza había llenado de sol y unos años más tarde la ampliación de la tribuna dejó en sombras para siempre. La visita fue clásica, las mismas galletitas, la misma Coca, el mismo hombrecito, pero en la conversación surgió un comentario que marcaría mi historia. La mamá dijo: “Tremendo lío va a haber hoy que viene a jugar Boca”.

Allí se ratificó que no era una mañana más y vertiginosamente se iba duplicando la apuesta. Sólo quería irme de allí, llegar a casa y sumergirme en la épica tarea de convencer a papá para que me llevara a la cancha.

Mi viejo contaba, como una anécdota alocada, que un día había ido a un partido, apenas llegó de Portugal, y la historia no hablaba de fútbol, sino de riesgos, de corridas, de miedo, por lo cual había sido su única experiencia y, si bien era simpatizante de San Lorenzo, escuchaba los partidos como para darle un efecto sonoro a su siesta dominical.

Al llegar a casa apelé, una a una, a todas las estrategias posibles: pedir, llorar, enojarme, no comer, buscar aliados y sin resultados volver a recorrer el espinel, una y otra vez, sacando siempre mis anzuelos vacíos. Sabía que él estaba en una difícil situación; mi perseverancia socavaba la decisión como un martillo neumático, repiqueteaba en la mente que por momentos parecía estar por ceder, y luego volvía a endurecerse. De vez en cuando necesitaba fortalecerse con alguna frase: “Justo Boca”, “yo no sé ni por dónde se entra”, “este chico”. Yo sabía que era una muestra de flaqueza, porque cuando callaba mi ruego taladraba su mente, hasta que tan perturbado no pudo más y concluyó en las palabras mágicas: “Bueno, vamos”.

 

II

Diez segundos con Meléndez (I)

 

Fue la primera vez que quise volar; como siempre esas faenas llevan un tiempo que lo dejan a uno sobre la hora. Así que arrastré a papá por el camino recientemente desandado. Ya cerca del estadio descubrí una agitación inédita para mí: los vendedores ambulantes, la Policía, la gente parecía ir sumando una presión que llegaba a su clímax en la puerta de la cancha. Asesorados por un portugués paisano de papá que encontramos en la esquina, vendedor de maníes, alcanzamos previo forcejeo la ventanilla y sacamos las entradas. Ingresamos por la popular visitante; la puerta estaba a nivel del piso y como el partido había comenzado fueron vanos los intentos por subir los escalones. El griterío era infernal; todos saltando miraban el campo de juego. La inexperiencia de papá y mi diminuta altura nos hacían sentir en medio de una tormenta. A los empujones llegamos hasta el alambrado; yo apenas sobrepasaba la pared de cemento que lo sostenía. Allí encontré un hueco, debajo de la axila de un señor, y me aferré a los rombos oxidados alcanzando a ver el césped. En ese momento sucedió algo inesperado. Yo no podía seguir el desarrollo del partido, no sabía ni dónde estaba la pelota hasta que la vi venir rodando en mi dirección; salió al lateral y quedó perdida para la vista, pero recostada contra el otro lado de la pared a no más de quince centímetros de mis zapatillas Flecha.

La secuencia que aquí relataré no duró más de diez segundos. La he repetido en mi mente miles de veces, tratando de separar cuadro por cuadro, extrayéndole cada detalle porque todos forman parte de este trascendental recuerdo. Vino a buscar la pelota, para hacer el lateral, el peruano Meléndez. Se agachó frente a mí, tomó el balón que estaba delante de mis zapatillas Flecha y, al incorporarse, su cara oscura y transpirada pasó

frente a mis ojos, y sus ojos hicieron contacto con los míos; ingresé en el circuito de su respiración, de su aliento, su perfume, y espontáneamente me saltaron las lágrimas. 

Durante ese período el estadio enmudeció, perdí el sentido auditivo. Estuvimos diez segundos, solos él y yo, mirándonos. Se alejó de mí, volvió el griterío, siguió el partido, el mundo continuó girando como antes, como siempre.

 

III

El diamante negro

 

Si bien ya conocía a Meléndez a través de las figuritas Crack —no a Rendo, que al ser la más difícil dejó un círculo vacío en mi álbum—, a partir de allí comencé a seguir su trayectoria, a interesarme en su paso por Centro Iqueño, Defensor Lima, KDT Internacional, Sport Boys, Defensor Arica, hasta que por su notable desempeño fue contratado por Boca Juniors en la temporada 68, y fue pieza fundamental en el centro de la defensa para la conquista de los torneos 69 y 70. Su magnífico arte de defender sin pegar desplegando elegancia y of cio, dignif có un puesto rudo y arrancó aplausos de la tribuna como cualquier gambeta de Rojitas. El sincronismo con Marzolini, el respaldo a Rogel, los relevos a Suñé hacían de aquel gigante moreno garantía para la valla custodiada nada menos que por el Tano Roma.

Recuerdo muy bien aquel fatídico partido por la Copa Libertadores con el Sporting Cristal, en el que sus colegas de Boca y sus hermanos peruanos entraron en una batalla campal, y él, como cuando uno invita a los compañeros de colegio a jugar con los amigos del barrio y se agarran a piñas, no sabía de qué lado estar y sólo intentaba calmar a los otros veintiuno. Mi vida continuó en este mundo que siguió girando luego de los diez segundos. Dejé de ser un hombrecito y me hice hombre. “El diamante negro”, luego de irse de Boca, volvió a Defensor Lima y fue convocado para la selección peruana que se consagró campeona de América en 1975. Brilló como siempre hasta terminar dignamente su carrera deportiva en Juan Aurich en 1977.

 

IV

El camino del Inca

 

La actividad profesional me impulsó a viajar mucho por el mundo; distintos países, diversas ciudades, aviones, hoteles cinco estrellas e infinitas reuniones de negocios. Casi por casualidad hice escala en Lima y perdí la conexión a Buenos Aires, sin más alternativa que pasar la noche allí. Reservé desde el aeropuerto una comodidad en el Hotel Sheraton de Miraflores. Llegué con un transporte, me registré y subí al lujoso cuarto. Ni deshice la valija; sólo retiré con cuidado la ropa que me pondría y luego de la ducha bajé al lobby con la intención de cenar temprano y dormir, para poder embarcar en la primera conexión a Buenos Aires al día siguiente. Cuando dejé mi llave en la conserjería, percibí un clima enrarecido. Ingresaba mucha gente, cámaras de televisión, fotógrafos, periodistas, y antes de preguntar al recepcionista vi en el nomenclador de salones el anuncio: “Homenaje a Julio Meléndez Calderón”.

Casi sin proponérmelo, mis piernas me condujeron mezclado entre la gente hasta el salón indicado. Si bien había varias barreras de seguridad, mi vestimenta elegante y cara de extranjero me permitieron sortear los controles e ingresar al recinto.

El salón ya estaba lleno; con esfuerzo pude encontrar una ubicación de privilegio junto a una columna perimetral. Mientras observaba a la concurrencia estalló un aplauso. Por el pasillo central, acosado por camarógrafos y f ashes, ingresó el peruano Julio Meléndez.

 

V

Diez segundos con Meléndez (II)

 

Su cabello encanecido y sus anteojos dorados no podían disimular el caminar elegante, el fino movimiento de sus manos y esa serena y respetuosa sonrisa. Se sentó en la mesa cabecera en medio de otros señores trajeados (seguramente autoridades del fútbol), y tímidamente agradeció los aplausos. Se apagaron las luces y en una pantalla gigante echó a rodar un video con imágenes de su trayectoria en los equipos locales, en Boca y en la selección peruana; de a ratos surgían aplausos espontáneos. Luego del video le acercaron plaquetas de la Asociación Peruana de Fútbol y de la Asociación de Periodistas Deportivos, y leyeron telegramas de adhesión, entre los que se destacó uno firmado por el presidente de Boca Juniors.

Al terminar las ofrendas comenzó una conferencia de prensa. Los periodistas lo indagaban y él, calmo y pausado, respondía con su inconfundible acento, hasta que un reportero preguntó: “Julio, ¿qué nos puede decir de su paso por Boca?”. Meléndez respondió: “Fue quizá, junto a la selección, la mejor experiencia de mi vida deportiva. —Hizo una pausa—. En Boca, más allá de los títulos obtenidos, debo destacar la pasión y el cariño de la gente. Nunca olvidaré un acontecimiento que sintetiza el sentimiento del hincha de Boca. —Bebió un sorbo de agua y continuó—. En un partido que jugábamos en cancha de Banfield, fui a buscar una pelota al lateral, y allí, junto a la alambrada, había un chiquito que vi llorar al tenerme cerca. Hasta hoy llevo como recuerdo la imagen de esa carita y es quizás el más preciado premio que he ganado”.

Fue la última pregunta que le hicieron; se incorporó en medio de un aplauso cerrado y decenas de abrazos emocionados. De a poco se desprendió de ellos y comenzó a retirarse por el pasillo en el que yo estaba.

La secuencia que voy a relatar ahora no duró más de diez segundos. Al pasar frente a mí, aminoró la marcha en forma casi imperceptible. Me miró a los ojos, sus ojos hicieron contacto con los míos; entré en el circuito de su respiración, de su aliento, su perfume y espontáneamente me saltaron las lágrimas. Durante ese período la sala enmudeció, perdí el sentido auditivo; estuvimos diez segundos, solos él y yo, mirándonos.

Se alejó de mí, volvieron los aplausos, siguió su camino; el mundo continuó girando, como siempre, como antes.

 

 Veinte Segundos con Meléndez 

© 2013 - 

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