
I
¡Llegó México!
El Mundial 78 ya se vivía desde un par de años antes; para la prensa, los sponsors, los fabricantes de merchandising y, sobre todo, para los hinchas.
Los nuevos emprendimientos hoteleros corrían una carrera contra el tiempo. Como sumergidos en un reloj de arena, debían abrir sus puertas antes de que cayera el último grano.
El Hotel Conquistador fue uno de los tantos y, si bien unas semanas antes parecía una obra en construcción, abrió sus puertas el 25 de mayo, sólo a seis días del comienzo del Mundial.
Sus cuartos relucientes con el típico olor a nuevo estaban no más ansiosos que el personal impecablemente uniformado de echar a rodar esa estimulante tarea de servir a los huéspedes.
La organización que asignaba las distintas delegaciones de países decidió que el Conquistador albergara a la parcialidad mexicana.
El día señalado, una multitud de hombres y equipaje atestaba el lobby del moderno hotel y, por encima de todos, se distinguía la presencia de un personaje muy peculiar, el Taquito.
Era un hombre exageradamente grande en todas sus dimensiones. Altísimo y de unos ciento sesenta kilos, vestido con un poncho rojo y sombrero típico lleno de lentejuelas brillantes que lo convertían naturalmente en el líder de aquella turba bulliciosa.
Con el correr de los minutos el lobby fue disipándose; las maletas a los cuartos y los hombres al bar.
Fue como una taberna tomada por asalto. Su sed de alcohol echaba mano a todo líquido que lo contuviese. Una vez devastadas las estanterías recurrían a sus reservas personales, unos raros aparatitos que vertían pimienta en el ángulo del puño; allí un gotero agregaba tequila y se formaba una pasta explosiva que succionaban con devoción.
El Taquito viajaba solo dentro de aquella multitud. Era un personaje mediático que recorría los canales de televisión promocionando la cadena de restaurantes más importante de México. Esos lugares de comida se llamaban El Taquito, por lo cual nadie conocía su nombre real y, qué mejor, se lo apodaba como su noble producto.
Se tejían incontables historias sobre él y un pasado non sancto, a lo cual hacía caso omiso. Eso le daba un halo de misterio y poder que realzaba su imagen.
La condición de soltero empedernido y millonario lo convertían en una pieza codiciada para las más bonitas damas de la alta sociedad.
El hotel se mantuvo tranquilo durante todo el día, pero al caer las primeras sombras comenzaron a bajar al lobby en bandadas, ávidos de información sobre comidas, shows, música y sexo. Trataban de vivir desde el comienzo las noches de soltería temporal.
La mayoría volvió de madrugada y hasta de mañana en dúos o tríos, ayudándose solidarios entre sí, tratando de disimular el alcohol, lo que era imposible. Algunos fueron acompañados por la policía que, como madre abnegada en la puerta de un colegio, los seguía con la mirada hasta estar tranquila de que ya nada les podía pasar.
Taquito fue más conservador: decidió emborracharse en el bar del hotel. Sabía que sus kilos no podían ser llevados a la rastra y cuando sintió que las piernas flaqueaban, se retiró a la habitación. Ya acostado boca arriba, su petaca arremetió contra él con la estocada final.
A los pocos minutos sus ronquidos traspasaban las paredes e invadían a todos los vecinos. De tanta vibración, la petaca rodó por su panza y produjo un ruido seco contra el piso alfombrado.
II
Fiesta de día, fiesta de noche
Nuestro pasajero insignia, autodesignado jefe de la hinchada, dejó de ser de consumo interno el día del partido inaugural, Alemania-Polonia. Allí, desde el acto previo, ganó las cámaras de televisión y cientos de flashes dispararon sobre él. El mundo entero conoció al Taquito; millones de ojos de los países más remotos observaron a aquel estandarte rojo que como los artistas en escena, dejaba a un lado sus limitaciones físicas y poseído por el personaje daba rienda suelta a una energía superior.
Hasta los mismos jugadores del equipo mexicano, cuando desf laron alrededor del campo de juego, al pasar frente a la hinchada hicieron una especie de reverencia que les hizo ganar su bendición.
Al término del partido regresó al hotel exhausto, pidió la llave y se retiró a su cuarto.
Sin duda, comer, beber y el fútbol eran sus pasiones, pero poco costó descubrir que su talón de Aquiles eran las mujeres.
La más simple moza o recepcionista conseguía introducirlo en un estado nervioso que todos percibían y él se esforzaba por disimular. Esa noche fue muy especial para Taquito; luego de su larga siesta lograron convencerlo para salir de parranda.
Cenaron en un restaurante chileno de la calle Suipacha y de regreso no lo dejaron entrar al hotel, sino que siguieron hasta la avenida Córdoba y, empujado por la turba, lo introdujeron en un famoso cabaret.
Nada sería igual para Taquito luego de atravesar aquella puerta; su existencia tomaría un giro de 180 grados.
Sólo dos horas después ingresó al hotel. Con el sonrojo de un adolescente convirtió la single en doble para el resto de su vida.
Durante dos días no salió de la habitación; sólo pedía al room service comida y bebida a granel, y quienes entraban a proveérsela aseguraban que Taquito, a modo de un emperador romano, semidesnudo sobre la cama bebía y comía uvas de la mano de su joven doncella.
III
Sí, quiero
Recién al tercer día, lograron sacarlo de su cuarto las insistentes llamadas de sus compañeros,listos en el lobby para concurrir al primer partido desu selección: México- Irán.
Él a regañadientes dejó el lecho nupcial, se enfundó en los atuendos y a desgano marchó hacia el estadio.
En la tribuna ya no fue el mismo; saltaba por inercia, sin convicción. Los jugadores de México, al salir al campo de juego, lo buscaron con la mirada y lo sorprendieron bostezando.
México perdió dos a uno y entre su parcialidad se comenzó a rumorear que la baja performance del equipo se debía al estado catastrófico de Taquito.
De camino al hotel nadie le hablaba. Es más, lo ignoraban por completo. Hasta algunos maldecían en voz baja la fatídica noche que lo llevaron al cabaret y conoció a la tal Lorena.
A los próximos partidos no asistió y México quedó eliminado. Perdió 2-0 con Polonia y 6- con Alemania.
La mayoría de los simpatizantes no se quedaron para ver octavos, cuartos, semi y final. Se retiraron a sus casas decepcionados; no tanto con el equipo, sino con el famoso Taquito, artífice del desastre.
Una mañana sonó el teléfono de la gerencia. Taquito quería hablar con el gerente general, el señor Perrone, y tuvieron una entrevista a solas unos minutos después.
Al rato el señor Perrone improvisó una reunión de personal. Les comunicó a todos que Taquito había decidido casarse con Lorena al otro día en el Registro Civil de la calle Uruguay, y que le había pedido a él ser su testigo, ya que ningún hincha mexicano lo haría. Por lo tanto, como ese turno tomaba el puesto a las tres de la tarde, les solicitó la presencia a todos los que pudieran ir, ya que Taquito quería ver gente de su lado frente a los familiares y amigos de la novia.
A las diez menos cuarto, una multitud se agolpó en la vereda del Registro Civil y, en medio de familiares y amigos, Taquito vestido con camisa blanca de seda y pantalón negro junto a Lorena, con discreto vestidito verde agua.
La llegada del personal del hotel fue muy evidente. Salvo el señor Perrone, de traje azul, todo el resto había visto apropiado concurrir con su uniforme de trabajo.
Una vez en la sala se formaron como dos peculiares tribunas; una con la familia y amigos –sobre todo, amigas, a quienes se les notaban resabios de una ardua noche de trabajo– y otra, un vergel de recepcionistas, mensajeros, mozos y mucamas.
En medio de ese marco se realizó la ceremonia oficial. El dato más llamativo fue cuando la jueza llamó a los novios por su nombre: Justo Conrado y Rosa Medina.
En los ojos del Taquito se vislumbró el brillo de la decepción y sus labios casi imperceptiblemente pronunciaron: Lorena.
No era el mejor momento para descubrir que su nombre no había sido real, pero con la alegría del acontecimiento se sobrepuso.
Una semana más tarde, el mismo gentío saludaba a Taquito y, sobre todo, a Lorena, que desde la escalerilla del avión enfundada en visón rojo agitaba un pañuelo blanco de seda.
IV
Chau, Taquito
Diez años tuvieron que pasar para que el señor Perrone viajara a México con una delegación de la Cámara Argentina de Turismo en misión promocional.
De Taquito había recibido sólo una postal a los pocos meses de su regreso y a pesar de varias cartas del gerente, no había obtenido respuesta.
Perrone llevaba en ese viaje la ilusión de encontrarlo y la dirección de su restaurante en el Distrito Federal. En el avión imaginaba la sorpresa que le daría después de diez años.
Se alojó junto a la delegación en un lujoso hotel, y no tardó más que el tiempo en acomodar la ropa para bajar al lobby y pedir un taxi. Indicó al chofer la dirección y miró ansioso las calles atestadas de tránsito. Al llegar al lugar vio un espectacular local en la esquina, sólo que en lugar del restaurante El Taquito funcionaba una modernísima concesionaria de automóviles.
No le costó mucho saber la historia de aquel local; el taxista se la contó con detalles.
A su regreso a México los negocios de Taquito comenzaron a caer en bancarrota; ya nadie quería pisar sus restaurantes y hasta llegaron a romper sus vidrios a pedradas por las noches, dejando pancartas que decían: “Taquito traidor”.
Él tuvo que cerrar todos sus locales y hasta le costó malvender sus propiedades.
Su fortuna quedó reducida a una miseria y, viendo caer el imperio que le había costado toda su vida levantar, no pudo soportar tanto dolor y su corazóndesbordado dejó de latir.
–Y de Lorena, ¿qué se supo? –preguntó el pasajero.
–De “ésa” nada –contestó el conductor dejando ver por el espejo un gesto de odio.
Perrone regresó al hotel apesadumbrado y tuvo que reponerse para una intensa jornada detrabajo. Luego, un cóctel, y a alguien se le ocurrió ir a visitar la noche mexicana.
Caminaron por las calles del centro hasta una esquina cualquiera e insistieron en entrar a un cabaret.
Perrone entró de mala gana; no estaba de ánimo y se prometió pagar una sola copa. Tuvieron que ser dos. ¿Cómo iba a negarse? En la barra, medio borracha y diez años más vieja había… una tal Lorena.