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I
En el bar de Benito

 

Nacho entra en el bar, lleva un gorrito en la mano, el pelo revuelto y ese clásico gesto de haber soportado un pésimo partido.

Sabe que el resto comenzará a arribar en minutos; a eso de las 20 horas, el bar de Benito se verá convertido en una caldera donde hiervan polémicas y debates.

El verdadero Benito –bisabuelo del dueño actual–, fundó el negocio apenas bajó de su barco siciliano junto al primo Genaro.

Su pariente, siendo mayor de edad y a modo de padre sustituto, le dijo en dialecto natal: —Estás loco Benito, ¿un bar? Lo vas a cerrar en dos días.

Las buenas intenciones de Genaro eran mucho mejores a sus clarividencias ya que en estos días el mítico bar cumple 82 años.

La foto roída del anciano fundador luce altiva en la repisa detrás del mostrador; rodeada de estampitas, banderines descoloridos, horrendos recuerdos de pobres playas de la costa atlántica, y facturas de luz y gas pendientes de pago.

Nacho se tira en la silla, un ritual, su manera ruidosa de decir: “¡Qué mal jugamos!”.

La puerta cruje sin descanso dando paso a los muchachos que, como animales al atardecer sobre la aguada, cumplen con la cita obligada. El Tumba, Pinocho, Luisito, el loco Richard, el Ruso, Coco y tantos otros. 

Una hora más tarde, todas las diferencias se han perdido; no existen estratos sociales, poder económico, rangos culturales, creencias religiosas o filosóficas, y mucho menos modelos estéticos.

Lo que comenzó como un murmullo, ha ido subiendo los decibeles cual escalones, y quien llega más arriba trata de imponer sus teorías como contundentes.

Todo esto sucede ante la mirada atenta y omnipresente del retrato de Benito que desde la repisa parece mostrar su satisfacción y hasta deja escapar de los labios una leve sonrisa recordando aquellos consejos de Genaro que seguramente se revolcará en su tumba.

Rogelio en la barra relojea todo el entorno como una zuricata vigia, desde la altura del escalón detecta a Cuqui que en el fondo, sentado como sosteniendo la pared con su espalda, se apoya con la mano derecha apretando un moscato sobre la mesa y la mirada perdida en el más allá.

Rogelio con voz poderosa le grita: —Loco, ¿qué te pasa?

La requisitoria cruza el salón como una daga de plata, frenando a milímetros de la garganta, para que ante el absoluto silencio que se generó, el interrogado no encuentre coartada posible.

Cuqui, despierta de un letargo, se frota la cara y al levantar la vista comprende el protagonismo que ha ganado.

Disfrutando un poco su posición, hace una pausa exagerada y en forma contundente dice: —Riquelme; está distinto.

La breve respuesta ocasiona múltiples expresiones; toses y risitas de todas las formas posibles, algún vaso cae al piso y hasta un sinnúmero de golpeteos de cucharitas para café, generan una especie de onomatopeya del misterio.

Tras unos segundos, la turba avanza hacia él; irando las sillas, corriéndolas unos centímetros o, simplemente, estirando los cuellos; pero es como un bloque que presiona.

Lo que comenzó en un murmullo, ha ido dejando escapar algún insulto sin dueño.

Alguien tiene que poner cordura, y nadie más indicado que Hipólito; un locutor jubilado de Radio Nacional que no está dispuesto a perder este lucimiento, así que engolando la voz y con su mejor dicción, intima: —A ver querido… explicate.

Cuqui ya en estos momentos monta el ego como diestro jinete y denota en sus ojos aires de superioridad, similar a las estrellas de Hollywood a punto de recibir la estatuilla. Sin embargo, esa magia se esfuma, porque solo con abrir la boca asesina tanto glamur. — Ustedes son idiotas? ¿No se dan cuenta de nada? ¿No ven cómo camina, cómo sale a la cancha, cómo saluda? ¡Ay Dios! —y mira al cielo buscando comprensión—. ¿No ven pobrecito que ya ni escupe? ¡Qué facilitis plantal ni ocho cuartos! (Cuqui no maneja los términos médicos).

Conmovido por el estupor que causa y cada vez más metido en el personaje, se levanta raudamente, abre paso a los empujones, saca diez mangos que tira sobre el mostrador para pagar el moscato y, a paso vivo, camina hacia la puerta. A punto de abrirla, gira sobre sí y, mirándolos a todos desafiante, sube la mano derecha y esgrimiendo el dedo índice como un arma, les dice casi ahogado en llanto y en forma silabeante. —Riquelme está distintooo… —alargando la “o” como un rugido. —Sale dando un portazo, dejando el recinto en un silencio que lastima; pero más lastima la convicción de todos, que… ¡Cuqui tiene razón!

 

II
Caída libre

 

 

Lo que Cuqui percibió es real, a nadie le quedan dudas. Es quizá el más sagaz, el más observador o el más vago, sus amigos le dicen “fugitivo del trabajo” y él contradice el apelativo con tibios argumentos poco sustentables; quizá el hallazgo sea por las horas frente al televisor o la lectura en el boliche de todos los diarios una y otra vez.

Lo que a Cuqui se le escapó, es que el cambio lleva ya cerca de un mes; exactamente desde la mañana fatídica del 15 de mayo a las 8:25 en Casa Amarilla.

Ni él, ni nadie tiene idea de quién es Miguel Santoro o porqué el día anterior al acontecimiento viajó muchas horas desde su Bahía Blanca hasta Buenos Aires para convertirse en la pieza fundamental de este rompecabezas.

Cuando bajó del micro, ya había anochecido. Parado frente al andén estaba su primo Agustín; se abrazaron, rieron efusivamente y hasta aplicaron códigos que guardaban de la infancia.

¡Cuántas venidas de Miguel a Buenos Aires o cuántas vacaciones de Agustín en Bahía! Toda una historia compartida y feliz hasta que falleció Ricardo, el papá de Miguel y hermano de la madre de Agustín… para que de allí en más todo quedara en algunas llamadas de vez en cuando, y la constante promesa de volver a encontrarse.

Alguien tenía que tomar la decisión y fue Miguel. A pesar de los muchos años, ambos se veían felices como chiquitos que fueron una vez. Miguel, aparte de visitar a su primo, traía una premisa que ya había combinado por teléfono; el domingo jugaba Boca de local y como en los viejos tiempos, cuando los llevaba Ricardo, irían juntos a la cancha.

Cenaron en San Telmo, en un barcito a pocas cuadras del departamento de Agustín y no pararon de contarse tantas cosas que habían acumulado en el tiempo.

Esto parecía no terminar, a tal punto que, hasta con la luz apagada en la habitación brotaban anécdotas e historias de amor. Miguel, quedándose dormido dijo: —Mañana me levanto temprano porque quiero ir a ver la práctica de Boca.

—Dale, mañana me pedí el día en el laburo, así que te acompaño.

A las 8 estaban solos en la puerta de Casa Amarilla; tuvieron que esperar un buen rato hasta que les abrieran los de vigilancia. Si bien faltaba una hora para comenzar el entrenamiento, ¡había todavía tanto por hablar! Se pararon en la tribuna apoyados en la baranda, uno al lado del otro mirando el campo de juego. De a poco comenzó el movimiento de autos en la playa, y el personal de utilería atravesaba el pasto pasando por debajo de ellos hacia los vestuarios. De pronto les llamó la atención un automóvil blanco, importado, y comprobaron conmovidos que de él bajaba nada más ni nada menos que Juan Román Riquelme.

Su presencia a más de 70 metros los paralizó; no hubo ni una palabra más… se les cortó la respiración. La estrella de Boca caminó lento, portando un enorme bolso en el hombro derecho. Cada paso subía el nivel de conmoción entre los primos y la soledad de Riquelme. Al estar frente a ellos no podría ser indiferente, pero desconocían su conducta. A pocos metros el astro miró hacia arriba y saludó respetuosamente.

—Buenos días.

La respuesta fue una especie de murmullo ahogado:

—Buen día.

Miguel estaba mucho peor; había entrado en conmoción, con un temblor irregular, como espasmos. No sentía las piernas, y los brazos apoyados en la baranda se tornaron flácidos; un reflejo involuntario lo obligó a asomarse todo lo posible para verlo hasta el final, cuando desapareciera bajo el cemento. Pero un segundo antes, ya sin dominio de su cuerpo, los brazos cedieron y cayó pesadamente, colisionando de lleno contra la cabeza del 10 de Boca.

 

III
Quién es quién

 

 

Fue un operativo relámpago comandado con eficiencia por el Jefe de Seguridad del plantel y sus auxiliares.

Llevaron a Román a enfermería, y en minutos una ambulancia del SAME trasladó el cuerpo desvanecido de Miguel al Hospital Argerich en compañía de Agustín.

Por suerte la prensa no había ingresado, y los pocos presentes en el predio acataron la orden de mantener máximo hermetismo hasta conocer, por lo menos, las consecuencias definitivas.

El muchacho comenzó a reaccionar en la cama del hospital, balbuceando incoherencias y apretando la mano de Agustín que a su lado trataba de contenerlo.

Cuando logró volver en sí por completo, miró con ojos desorbitados a su primo que, con gesto comprensivo, trató de trasmitirle confianza.

¿Quien sos? —interrogó Miguel

—Yo, Agustín —a sabiendas de que el shock podría haber dejado secuelas momentáneas.

El convaleciente cerró los ojos y cuando se sintió fuerte trató de incorporarse a la vez que gritaba desesperado: — Auxilio, me secuestraron! ¡Soy Riquelme, soy Riquelme, avisen a la policía! Agustín se tiró sobre él para contenerlo hasta que llegó la ayuda de dos enfermeros que le inyectaron un calmante en el suero y lo sujetaron hasta ver las primeras señales de que se estaba quedando dormido. Los otros transeúntes de la sala, a pesar de la dramática escena, no pudieron evitar unas sonrisas. 

A no más de 500 metros, en la Sala de Primeros Auxilios de Casa Amarilla, unas pocas personas rodeaban la camilla. El médico del plantel, dos asistentes, un integrante del cuerpo técnico, y uno de sus hermanos, que por casualidad había pasado a ver el entrenamiento y se encontró con tamaña sorpresa. Cuando Román despertó, tenía la misma mirada desorbitada de Miguel y escuchaba voces lejanas e indescifrables. Su hermano se acercó para tomarle la mano derecha y él se negó raudamente; el médico les advirtió de las primeras reacciones. Al agacharse el profesional para controlarle la temperatura, dejó pendiendo frente a sus ojos el extremo metálico del estetoscopio. El pequeño círculo brillante reflejó su rostro; o, mejor dicho, el rostro de Juan Román Riquelme. Quedó perplejo, desorientado, impresionado e incapaz de decírselo a nadie… ¡quién podría entender que él, un joven llegado la noche anterior desde Bahía Blanca, estaba acostado en esa camilla y dentro de otro cuerpo que era, nada más ni nada menos, su máximo ídolo y la figura de Boca Juniors! El cuerpo de Miguel Santoro, un rato más tarde, despertaba en su cama del hospital, aún mareado por los calmantes. Agustín, que dormitaba a su lado sobre la silla, al sentir movimientos saltó como un resorte. Miguel, que apenas podía hablar, con un gesto pidió que se acercara y susurrando al oído le dijo:

—Yo soy Riquelme, ¿no me crees?

Agustín fue hasta el baño, sacó el espejo redondo de la pared y lo ocultó detrás de sí; se acercó al muchacho y le preguntó: —¿Vos te creerías? 

Tras las palabras, sacó el espejo de la espalda y lo puso frente a él. El primo tuvo remordimientos de haber sido demasiado cruel y trataba de calmar un llanto incontenible. Román había quedado encerrado en otro cuerpo, pero no era ni el de su ídolo ni la figura de ningún equipo, sino un ilustre desconocido que, colgado de aquel balcón, se le había caído encima.

El cuerpo de Riquelme salió caminando lento, junto al que le dijeron era su hermano, por la puerta de atrás directo a la cochera de la bombonerita donde habían llevado su auto importado, blanco y hermosísimo.

A 500 metros, todavía tambaleante, Riquelme en el cuerpo de Miguel subía con dificultad a un taxi junto a Agustín, con destino a San Telmo. La casualidad quiso que justo frente al Bar de Benito el vehículo de alquiler cruzara un automóvil, blanco, importado, hermosísimo, llevando de copiloto el cuerpo equivocado.

Nadie dentro del bar podía imaginar nada, solo les extrañó la gran vibración de los motores que hizo inesperadamente caer de la repisa la foto del viejo Benito.

 

IV
Los Nuevos Mundos

 

El cuerpo de Román ni se percató de haber pasado por el Bar de Benito, y mucho menos de cruzar el taxi que iba a San Telmo llevando su mente.

Quiso ir de acompañante porque solo había manejado su Renault 12 allí en Bahía. Más que mirar la autopista se concentró en el tablero lleno de luces, y los comandos inéditos para él.

De pronto se abrió un portón e ingresaron a un barrio de lindas casas y en una de ellas el automóvil dobló, bajó una rampa, y se introdujo en el subsuelo. Mientras estacionaba, el tímido acompañante preguntó: —¿Por qué vinimos acá? ¿Esta casa de quién es?

El hermano rió efusivamente: —¡Tuya, Román! ¿Qué me preguntas? El joven rió con una mezcla de emoción y sorpresa. Entraron; una mucama los recibió en la puerta, y le quitó el bolso del hombro. —¿Va a cenar en el comedor principal o en su suite? Por elegir algo, prefirió en la suite.

Acompañado por la mujer, ingresó en el ascensor vidriado que los llevó hasta el segundo piso. Los ojos que estaban acostumbrados a ver todo eso —ahora comandados por Miguel—, no podían dejar de asombrarse. Ingresaron en la suite que tenía un gran hall central como distribuidor y de allí se accedía a los cuatro ambientes que, con sus puertas corredizas abiertas, se integraban entre sí.

Uno era el cuarto, con un enorme sommier,luciendo un acolchado beige. En el otro ambiente el baño con jacuzzi, ducha y sala de masajes, a su lado un prolijo vestidor repleto de ropa ordenada rigurosamente, y a la derecha estaba a oscuras. Una vez solo, quedó allí parado en el medio sin saber hacia dónde ir o qué podía tocar. Todo estaba en orden, armónico, con buen gusto y sin ostentaciones, como él hubiera imaginado la intimidad del ídolo, porque no hay prenda que no se parezca al dueño.

Caminó hacia el oscuro ambiente, y al encender la luz junto a la puerta quedó perplejo. Era un salón directorio y en el fondo, junto a los ventanales, el escritorio. Al centro, una mesa ovalada rodeada de sillones. En las paredes había fotos enmarcadas de Riquelme en todos los equipos que jugó y en la selección; hasta se notaba na recuperada, de pibito, con la camiseta de Argentinos. Lo más llamativo estaba en el fondo: la vitrina impotrada luciendo trofeos y medallas, campeonatos, Libertadores, Olimpias y copas de todos los tamaños. Debajo, un caño de bronce donde pendían impecables camisetas de cientos de equipos. Se acercó a mirarlas y, a medida que las pasaba, disfrutaba los nombres: Sidan, Ronaldo, Messi, Deco, Figo, Iniesta y tantos otros en una lista infinita.

Sintió que golpeaban la puerta, y como un ladrón sorprendido se puso nervioso. Corrió a abrirla e ingresó la mucama con una mesa rodante vestida con finos manteles y vajilla. La colocó en el recibidor, cercó una silla y retiró las campanas.

Un exquisito menú de carnes rojas quedó al descubierto.

Cenó en silencio y fue a la cama para recostarse. Sin proponérselo, quedó dormido con la ropa puesta; lo volvieron a sorprender fuertes golpes en la puerta. Ya era de mañana, y al abrirla vio a su hermano.

—Te llevo, Román,

—Bueno, ya bajo.

Salió de la casa observando todo con cuidado, y al bajar las escaleras el automóvil estaba allí esperándolo. Al salir, la luz del día le dio verdadera dimensión del chalet y el verde parque que lo rodeaba. Llegaron a Casa Amarilla; como siempre, decenas de hinchas esperaban en la puerta de la cochera pugnando por un autógrafo. Él no quiso bajar los vidrios, pero pese al polarizado, se vio. Mejor dicho… vio a Miguel que golpeaba furiosamente el vidrio. El auto siguió, pero pudo observar por el espejo retrovisor que otros hinchas atacaban “su” cuerpo con bronca defendiendo al ídolo. El escándalo tomó tales dimensiones, que el patrullero que estaba a una cuadra de consigna tuvo que intervenir y detener al agresor.

Miguel hizo cruzar al cuerpo de Román por el exacto lugar que lo había hecho el día anterior. Al llegar bajo la tribuna miró hacia arriba, donde tres pibes lo saludaban y estiraban las manos. Apuró el paso para evitar que alguno se le viniera encima. Ingresó al vestuario como un chico en una juguetería; los miraba sonriente a todos, y estuvo a unto de pedirles autógrafos. Se sentó en un banco donde estaba la ropa de entrenamiento, entre Clemente Rodríguez y Ledesma; no podía dejar de observarlos y sonreír. Salió a la cancha y, dado que era viernes, fue solo físico. Al terminar, se dio una ducha y, como todos, partió hacia un micro para el hotel y quedar concentrados. No podía creer el lujo de ese hotel; compartió la habitación con Clemente, que cada vez lo miraba más extrañado. Hasta llegó a preguntarle: —¿Somos amigos? —Sí, Román, ¿qué te pasa? ueron horas de ansiedad esperando su primer partido a casi 15 años del debut de Riquelme.

Miguel, con Román en el cuerpo, durmió el viernes en un lugar menos suntuoso: la comisaría 24 de La Boca. Por la mañana lo liberaron y Agustín aguardaba en el hall.

Salieron caminando juntos, en silencio, hasta la esquina de Brown y Benito Pérez Galdós. Allí entraron en el Bar “El Correo”, pidieron dos cortados y luego de retirado el mozo el recién liberado dijo: —¡Me tenés que creer, yo soy Riquelme!

—Te parece fácil —respondió Agustín.

—Te juro, puedo contarte mi historia, la que nadie sabe, mi número de documento, nombre de las maestras, los autos que tengo… —y a medida que hablaba, su voz se iba entrecortando hasta quebrarse en llanto.

Agustín lo palmeó para calmarlo y reflexivamente lo aconsejó: —Suponiendo que te crea, ¿cómo podría ayudarte? Lo que sé, es que no tenemos plata, el lunes regresa mi novia de viaje y no podés quedarte. Cambia para esta noche el boleto a Bahía Blanca, y mandate a mudar.

—¿Pero qué Bahía Blanca? —dijo Miguel entre lágrimas—. No sé ni dónde vivo, quién es mi familia, mis amigos… Decile a todos que fue el golpe; yo algunos datos te puedo dar, acá tengo una hoja y lapicera; tomá, anotá…

 

V
La respuesta de ROMÁN

 

El micro se desplazaba con dificultad, a pesar de llevar de avanzada un patrullero y dos motos policiales como escoltas. Ingresó por el portón de atrás paralelo a las vías, hasta el estacionamiento junto alestadio a metros del acceso al vestuario. Bajaron en fila india pasando cerca de un grupo de hinchas detrás de las vallas. Uno a uno eran ovacionados, pero la presencia de Román multiplicó el festejo. Todo parecía normal hasta que, entre los gritos, se destacó claramente la voz de Agustín que lo llamaba.

—¡Miguel, Miguel, soy yo, Agustín! ¡No te hagas el tonto, yo sé todo, Miguel! ¡Eh, Miguel!

Como nadie entendía a quién se dirigía, el sindicado aprovechó la coartada e, indiferente, se perdió en los pasillos. Una vez en el vestuario se sentó en el banco donde estaba la ropa para el 10 y, como todos, se cambió colocándose la camiseta de entrenamiento. Desde allí, salieron a una canchita de futbol de salón para realizar los movimientos pre-competitivos. Al regresar al vestuario se colocó la 10 oficial y caminó por el túnel, que como un canal de parto lo llevaba a la vida. Allí en el fondo estaba latiendo, nada más ni nada menos, que la mismísima bombonera.

El impacto fue similar al nacimiento, ¡una conmoción inusitada! Recordó los tres saltitos que debía dar con la pierna derecha y, sin causar sospechas, trotó hasta el círculo central. Tuvo el acto instintivo de ir al banco de suplentes; era su lugar habitual cuando jugaba en juventud, el equipito de la liga Bahiense. Esa tarde no solo sería titular, sino que estaría a bordo de la máxima figura del club de sus amores.

Cerró los ojos esperando el silbato, y allí dejó que el cuerpo de Román fluyera por sí mismo. Miguel poco le aportaba; ese deslizarse por el verde césped se le asemejaba a navegar a vela, nadar desnudo en aguas cristalinas, o de acompañante en un planeador.

Una sensación única de acariciar con los pies el balón que, sumiso, obedecía todas las órdenes, pegándose a él en una gambeta o saliendo despedido con la precisión de un cirujano. Todas las pelotas volvían, para armar, desarmar, confundir, cambiar de ritmo y encontrar siempre la mejor opción de pase, un segundo antes que todos lo imaginaran. Allí Miguel descubrió que Román no era feliz por su gran casa, sus modernos autos, contratos millonarios o la enorme fama. Román gozaba de algo mucho más valioso: el placer de jugar al futbol con esa magia, plasmando como cualquier artista el enorme talento que Dios le había concedido.

Tan desbordado por los acontecimientos, casi pierde una pelota; así que decidió concentrarse en el partido que debía ganarle a Racing para no perder su puesto en la tabla. A los 25 minutos, tras una serie de rebotes, Racing convierte el primer gol y a los 28 el réferi decreta un claro penal a favor de Boca. Colocó la pelota en el punto, realizó una corta carrera y con un toque sutil ejecutó, convirtiendo el empate.

La ovación de la hinchada frente a su rostro fue como tener un león rugiendo. Riquelme ya estaba acostumbrado, pero su piloto de prueba no podía recuperarse de las extremas emociones. Terminó el primer tiempo y se fueron al vestuario.

Cuando salieron para el segundo, el autor del empate se acercó al banco para escuchar una indicación del técnico. Allí levantó la vista hacia la platea preferencial y, en medio de la afición, distinguió a Agustín que, parado sobre el asiento, gritaba desaforadamente. —¡Miguel, ladrón! ¡Lo sé todo, vos no sos Román! Nadie entendía el enojo, y mucho menos el sentido de sus palabras; solo Miguel, que a bordo del talentoso cuerpo reconocía que su querido primo se había convertido en el peor enemigo.

A los 14 minutos de ese segundo tiempo, el ídolo pasó nuevamente frente a ese lateral buscando el balón y allí volvió a sentir a su rubio primo que, en estado de catarsis, ya lo insultaba con las palabras más hirientes. La reacción tuvo un efecto positivo, a los cuatro minutos del hecho el conductor escapó por derecha, amagó el centro, dio un pase que tras rebotar le quedó en el aire, y de volea la puso junto al primer palo. En la carrera del festejo, el cuerpo de Román y la bronca de Miguel se convirtieron en un grito de ¡gooool! desafiante frente al asiento del primo, señalándolo y devolviéndole los insultos. El muchacho se vio acorralado por los hinchas que querían golpearlo en defensa del ídolo. De a poco logró calmarlos, diciendo que todo había sido un mal entendido.

 

VI
Volver a casa

 

A pesar del triunfo ante Racing, quedó un sin sabor en el artífice de la victoria. Pasó toda la semana triste, muy reflexivo; estaban alojadas en su mente las acusaciones de Agustín que lo llenaban de culpa.

Todas las noches en esa casa hermosa comprobaba lo poco que influyen las cosas materiales para ser feliz; empezó a sentir que cambiaria aquello por diez minutos charlando con su mamá.

Entrenó cada día a media máquina, y el viernes pidió ver al médico aduciendo un dolor en el pie derecho. Fue descartado para el domingo, pues le diagnosticaron fascitis plantal. Las dos semanas siguientes fueron similares; hasta que en la tercera semana se enteró que el domingo jugarían con Olimpo de Bahía Blanca.

Cuando la nave tocó pista, sintió que estaba en casa; el micro los aguardaba al pie del avión para trasladarlos al hotel Austral, a media cuadra de la plaza y en pleno microcentro. Él conocía bien la zona, había caminado esa vereda miles de veces y comprado en el quiosco al lado del hotel, donde trabajaba Roxana, su amor imposible. Cuando el micro paró, lo esperaba un puñado de hinchas. Román asomó desde el último escalón y todos aplaudieron. Roxana, atraída por el bullicio, había salido a ver; cuando la ubicó en la vereda, en forma notoria la señaló sonriente y le arrojó un beso. La muchacha se ruborizó extrañada, y todos a su alrededor se dieron vuelta para mirarla.

Salieron al campo de juego… las tribunas estaban colmadas. Él solo miraba la de Olimpo, visualizando la cantidad de amigos que hacía ya casi un mes no veía.

El pitazo del árbitro pareció despertarlo de un sueño profundo. Partido trabado, mezquino, jugado en la mitad de la cancha y sin la magia del mejor. Lo único destacable fue una actitud muy reprochada por la prensa por lo violenta, pero nadie conocía la verdadera magnitud del hecho, tanto para Román como para Miguel… Promediando el segundo tiempo, el cuerpo deRomán fue hacia la esquina para ejecutar el corner; llegó al banderín, y mientras acomodaba la pelota en el cuarto de círculo, sintió un grito desde atrás. —¡Miguel, Miguel!

Instintivamente giró y recibió en la mejilla izquierda un contundente escupitajo. Retrocedió conmovido, no tanto por el desagradable impacto, sino por lo impresionante de ver al otro lado del alambrado su cuerpo, frente a sí. El partido concluyó sin goles y la delegación regresó en un vuelo charter esa misma noche.

El auto había quedado en Casa Amarilla, por eso fue llevado allí para encontrarse con su vehículo y retirarse al domicilio. Su estado de tristeza era enorme; manejaba como un autómata, sin mirar ni medir riesgos. Tomó la Avenida Martín García y dobló en una calle cualquiera. De improviso lo sobresaltó un hombre que cruzó corriendo desesperado, y de no haber sido por el instinto de clavar el freno, con seguridad lo hubiera arrollado. Recibió apenas un roce en la pierna. Allí quedó paralizado, con el auto detenido sobre el húmedo empedrado, las manos tiesas al volante y el corazón palpitando al galope.

Miró hacia el lugar desde donde había salido el sujeto y distinguió un cartelito titilante en la pared que decía: “El Bar de Benito”, hacia el otro lado el hombre, corriendo como quien ve un fantasma, había desaparecido en las sombras del Parque Lezama. Ni el cuerpo de Román ni el alma de Miguel, imaginaban que aquel sujeto era nada más ni nada menos que… “El loco Cuqui”, acabando de gritarle a todos en la cara, con el dedo índice levantado como empuñando un arma, su más profunda revelación… —¡Riquelme está distinto! 

 

VII
El Emisario

 

En la mesa del fondo está Cuqui llorando; no tanto por lo sucedido o el moretón sobre la rodilla izquierda, sino porque todos lo consuelan pero nadie le cree.

—¡Les juro que era él! —no se cansa de repetirlo mientras limpia sus lágrimas con un impresentable pañuelo y se suena la nariz.

Cuanto más insiste en el relato, el bar entero se convence de que… Cuqui ha enloquecido. A varios kilómetros de allí, la imagen de Román no se ve más alentadora; deambula por la casa como un alma en pena husmeando todo, sin que nada lo sorprenda. Hasta que ve a dos de sus hermanos en el living y desde los sillones los observa en silencio. Los muchachos están entusiasmados pasando fotografías de un teléfono a otro por bluetooth. Él queda perplejo y tímidamente pregunta:

¿Cómo hacen eso?

Así Román; ponés los teléfonos cerca y le pasás información de uno a otro.

¿Y al revés también se puede?

Sí, podes pasar de cualquiera al otro.

¿Y cómo se llama el sistema?

Bluetooth —contesta el adolescente sin dejar de accionar los aparatos.

En los ojos del ídolo se nota un brillo diferente; sin ser advertido se aleja de allí para dirigirse a su suite. Ingresa en el salón y va hasta el escritorio; prende la computadora y busca tecleando la palabra bluetooth. Comienza a bajar información técnica acerca del sistema y en algún párrafo se menciona: “modo tibetano”; pone allí el cursor y salta a la aclaración de que ese nombre provenía de una teoría de intercambio en la milenaria cultura tibetana. Rápidamente busca una página del Tíbet y su cultura, donde logra ubicar la teoría desarrollada por los monjes. Aseguraban que los seres humanos tenemos en ambos parietales un punto que, punzando en el lugar exacto, abre una especie de válvula por donde puedan fugar las almas. Si el punto neurálgico se golpeaba con determinada justeza, el alma salía del cuerpo y quedaba errante o ingresaba en otro ser. Los monjes habrían llevado adelante experiencias de intercambio golpeando a dos personas entre sí, presumiblemente con resultados exitosos, de allí salía el apelativo de “modo tibetano” a los sistemas bluetooth. Suena el teléfono en el departamento del prestigioso periodista.

Hola, ¿quién? ¡Román qué gusto, sí, sí! ¿A qué hora? Bueno…

El auto estaciona en la cochera y allí está el anfitrión esperándolo.

¿Cómo estás Román?

Hola Horacio, ¿cómo anda?

Juntos ingresan y se dirigen directo al salón directorio, donce ya había un termo con vajilla para el café. La señora sirvió y se retiró, para que después de un par de frases hechas se develara el misterio.

Horacio, usted no me conoce.

¿Cómo? —replicó el periodista.

Le voy a contar una historia que le parecerá increíble, pero se lo podré demostrar.

El joven comienza a contar, tratando de ser sintético, los hechos que lo atrapan en aquel cuerpo y también develar dónde se refugia el verdadero Román. Mientras el jugador cuenta, Horacio va subiendo los gestos de asombro, por momentos risitas, se rasca la barba, se frota las manos, se golpea con los dedos índices las sienes, hasta que Román le cuenta la teoría tibetana, y deja escapar sonidos guturales propios de su personalidad. —No te puedo creer, Román o Miguel o qué sé yo, ¡quién seas! ya me confundiste, ¿y qué puedo hacer yo por vos? —Mire, si bien no lo conocía, sabía del mutuo respeto con Román, por eso recurro a usted. Lo que quisiera es que viaje a Bahía Blanca y traiga mi cuerpo con Román adentro; tengo un plan para que todo vuelva a ser como antes. El periodista saca una hoja; su lapicera y se dispone a tomar nota: —A ver, dame los datos.

 

VIII
Secreto total

 

El automóvil se desplaza lento con el vidrio de atrás bajo, desde donde se asoma el periodista tratando de ver la numeración. Busca el número 422 de la calle Güemes, y al detectarlo pide al chofer que se detenga. Había estado la noche anterior hasta altas horas en la redacción adelantando trabajos para el matutino, sabiendo que debía ausentarse. En la soledad del edificio y con los prints de los tickets aéreos, pensaba cuánto valdría esa noticia, y qué repercusión tendría en el mundo del deporte y la ciencia. Los periódicos y las redes sociales no hablarían de otra cosa. Pero no en vano el muchacho lo había llamado a él. Sabía que si Román confiaba era porque no se tenían 40 años de profesión de casualidad. Su don de gente superaba la tentación y jamás, por ningún motivo, traicionaría a Román ni a nadie. Cuando golpeó las manos frente a la puerta; se encendió una bombita allí al fondo y dos perritos corrieron para ladrarle.

Buenas noches, ¿quién es? —una voz débil de mujer.

¿Está Miguel?

¿Quién lo busca?

Horacio, dígale.

En menos de un minuto, el muchacho desconocido por fuera pero querido por dentro corre por el pasillo y se abraza a Horacio, como quien ve a supadre después de muchos años. Llora y llora; y el experimentado periodista lo deja sin presionarlo, entiende que necesita descargarse. Entre el llanto balbucea:

Horacio, Horacio…

Tranquilo Román, lo sé todo; se va a arreglar.

Un poco más calmo lo mira y dice:

¿Cómo Horacio? ¿Qué me pasó?

Tranquilo, andá a preparar un bolso y nos vamos a Buenos Aires.

En el vuelo le resulta simpático a Horacio charlar con Román como siempre, pero eniendo otra cara.

Llegan a Aeroparque; toman un automóvil que, según las órdenes precisas, se dirige a un hotel de Puerto Madero donde concentra habitualmente el equipo. Hay una reserva anombre de Miguel Santoro; el recepcionista le hace completar la ficha y dice complaciente: —¿Primera vez? Sube al cuarto a donde deberá pasar todo el día con los gastos pagos, porque según Horacio le comunicó, pasaría a buscarlo la próxima madrugada a las 3 AM. Imposible dormir; a las 2: 45 ya está en el lobby del hotel caminando como un león enjaulado. Tres en punto ve estacionando el auto, y sale para abordarlo. Toman hacia la derecha, pasan Parque Lezama y a la altura de ingresar para Casa Amarilla hay un patrullero atravesando la calle; el periodista baja el vidrio, se identifica, y el oficial hace correr el vehículo cediéndole el paso. En la puerta de Casa Amarilla está el jefe de seguridad, quien saluda a Horacio con afecto y al muchacho le da la mano, abre el portón y les dice: —Todo está dispuesto, vayan a la tribuna. El otro chico ya llegó. Suben los escalones y lo ven a Agustín apoyado en la baranda, entre penumbras. —Hola —saluda el periodista—. Vos sos el primo, ¿no? —Sí —contestó Agustín. Le da la mano al hombre y a Miguel; le resulta raro tanta frialdad frente a ese cuerpo tan querido. Desde la tribuna ven llegar las luces al auto por el portón de atrás, que luego estaciona en la playa vacía. La figura de Román baja y camina lento hacia ellos. Estando cada vez más cerca aminora la marcha, se notan los nervios en el andar dubitativo. Cuando llega al lugar exacto levanta la vista y le indica: —Dale Román, ¡tirate! El joven se acerca a la baranda y, sin dudarlo, como evitando meditarlo, se arroja de cabeza hacia abajo. Ambos caen al pasto desmayados.

Horacio levantó la mano para que en la puerta el Jefe de Seguridad accione el Handy, y desde el interior del edificio sale un grupo de enfermeros que suben rápidamente los uerpos a las camillas para trasladarlos a los consultorios. En cada uno hay dos médicos que, como los enfermeros, cobraron onerosas sumas para no hacer preguntas; solo se abocan a reaccionar los cuerpos desmayados. El primero que se reanima es Román que al abrir los ojos y ver a Horacio sonríe y somnoliento pregunta: —¿Soy yo? —Sí, Román tranquilo, todo salió bien. En el otro cuarto el muchacho despierta con Agustín tomándole la mano. —Miguel, ¿sos vos? —lo interroga el primo. El joven, balbuceando, agradece a Dios y llora silencioso.

 

IX
De cuerpo y alma

 

Los dos comienzan a reaccionar casi al mismo tiempo, pasan unos minutos para que los médicos los revisen de a poco. Se sientan en las respectivas camillas y con algo de ayuda bajan. Lentamente salen caminando hasta el hall. Allí se encuentran… es una situación un poco tensa, se miran sin rencor. Román toma la iniciativa y les dice a todos: —Quiero conversar a solas con él. Miguel asiente con la cabeza y lo acompaña por una puerta lateral que da al campo de juego. Caminan en silencio hasta el círculo central, y en la penumbra se paran frente a frente. A la distancia observan los acompañantes. —¿Qué pasó Miguel? ¿Por qué quisiste volver a tu vida? —En principio, mi vieja, ¡la extrañaba tanto!

Tengo ganas de verla, abrazarla y besarla como antes. —¿Por tu vieja? —pregunta el jugador, como desconcertado ante la respuesta. ¿Te extraña Román, o acaso vos no sabes bien a cuánto uno puede renunciar por la vieja? Aparte todo; mis amigos, mi barrio, mis cosas. Aprendí a valorar mi propia vida: nadie puede ser feliz en el cuerpo de otro. También por Roxana, una chica a la que nunca me animé a confesarle mis sentimientos.

¡Ah, Roxana, con razón! —sonrió Román.

¿Laconoces?

Sí —afirmó el ídolo—. Una noche fue a tu casa, ni entró. En la puerta me dijo porqué había dejado de ir al quiosco, que ella me amaba y no me cambiaría por ninguno. Salió corriendo y llorando, y yo no supe qué hacer. Miguel mientras lo escucha se le va dibujando una sonrisa y se le llenan los ojos de lágrimas; espontáneamente se dan un abrazo. Román se aleja un paso, y con sus manos en los hombros del chico le dice: — abes que a mí también me ayudó mucho pasar un poco por tu vida; volver a ser anónimo y experimentar de nuevo la sencillez y la humildad de mis orígenes. Sé que a partir de hoy voy a darle valor a muchas otras cosas que ignoraba. Vuelven a estrecharse en un abrazo cálido y sentido, despidiéndose cada uno de un cuerpo que por un tiempo le perteneció. acho llega con la gorra en la mano; despeinado, pero su cara esta vez refleja la alegría de haber visto un partidazo. De a poco todos ingresan repletos de risa, bullicio y bromas. Entra Cuqui, rengueando pero exultante, se para junto a su mesa y Rogelio le alcanza el moscato. Él aplaude para llamar la atención. De a poco, van haciendo silencio. —Quiero que brindemos. Primero, porque no me importa que me crean o no, pero Dios bien sabe que me encontré con Él; y segundo, porque Román volvió a ser el de antes. ¿Lo vieron papanatas? ¡Qué partido, los caños que hizo, cómo la movió, qué golazo! Para terminar les digo que: ¡Riquelme ya no está distinto! Ahora… ¡Riquelme; está feliz! 

   Riquelme está distinto  

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