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I

Camino al pasado

 

Me propuse regresar a Magdalena; aquella historia vivida hace ya mucho tiempo me había generado tal necesidad.

Las vivencias intensas con el correr del tiempo van transitando un delgado límite entre la realidad y la fantasía. Por ello, retornar al lugar de los hechos permite despejar dudas y evaluar certeramente lo acontecido.

La decisión ya estaba tomada; sólo faltaba encontrar el momento adecuado para arrojarme hacia el pasado como en un túnel del tiempo.

Cuando logré ultimar los detalles y robarle a mi rutina el espacio para aquella experiencia secreta, sin más me encontré transitando por la autopista a La Plata y atento a encontrar aquel desvío por la otra ruta sinuosa, oscura y destrozada que me llevaría a Magdalena.

Cuando creí estar a la altura indicada para doblar, lo hice; pero pensé que mi instinto me había jugado una mala pasada. Aquella intersección era otra autopista de cuatro carriles, moderna y llamativamente iluminada. Convencido del error, avancé para buscar el primer retorno y luego preguntarle a alguien para que me indicara.

Mientras hacía todas estas elucubraciones, como un cachetazo a mi autoestima apareció frente a mis ojos un cartel luminoso que anunciaba: “Magdalena, 50 km”. Esbocé una sonrisa y acompañado por el zumbido de los neumáticos sobre la cinta asfáltica, aceleré como lanzado hacia el pequeño pueblo que esperaba tan cerca.

Sin mucho tiempo para reflexionar, los carteles se iban sucediendo hasta uno destacado que vociferaba: “Bienvenido a Magdalena”. En la misma entrada, una megaestación de servicio de la marca que yo utilizaba me invitó a reponer combustible. Elegí un surtidor cómodo para mi tanque y al estacionar vi a un joven dispuesto que corría a atenderme. En estos casos es casi inevitable un corto diálogo, pero mucho más con mis ansias de saber acerca de esa fabulosa autopista:

—Hace cuánto que hicieron esta obra —pregunté.

—Cinco años —contestó el joven, con un gesto de seguridad y orgullo.

—¡Qué avance! —afirmé buscando su aprobación.

—¡Qué le parece! ¿Sabe lo que fue esto para Magdalena? La ciudad de Magdalena —recalcó—.

Hace un año nos nombraron ciudad. ¿Hacía mucho que no venía? —indagó.

—Diez años —contesté.

—Entonces no la conoce más —aseguró—. A partir de la autopista nada es igual.

—¿Por ejemplo?

—Toda la gente de La Plata construyó aquí sus quintas. Hay tres countries, dos shoppings, casi todos los bancos, negocios de las mejores marcas y ni le cuento de la Universidad. 

El joven parecía disfrutar con cada uno de los logros sintiéndose parte de ellos, y dejaba entrever otras tantas cosas menores que no valía la pena enumerar. Pagué por mi combustible y subí al auto pensando que quizá tanto avance podría haber enterrado el pasado, y con él, aquella peculiar historia motivo del viaje. Bajé la rampa y transité por una ancha avenida relampagueante de carteles buscando algún indicio que pudiera orientarme.

 

II

La nueva ciudad

 

En el ingreso al pueblo —perdón, ciudad— intenté localizar el pequeño taller donde había dado inicio la historia, pero ya no estaba. En el lugar una moderna construcción albergaba un centro automotor. Taller, gomería, alineación y balanceo, casa de repuestos, lavadero; todo perfectamente señalizado y, en el medio, un simpático cafecito con mesas afuera y sombrillas de colores.

Me estacioné un tanto alejado para ver en perspectiva la gran construcción. Pensé que sería de Damián, pero mi pensamiento no llegó a mucho porque advertí que junto a la ruta había un enorme cartel giratorio que decía: “Centro Automotor Damián”.

Dispuesto a bajar, lo divisé, pero estaba subiendo a un automóvil flamante. En el volante se veía una cabellera rubia. Juntos partieron raudamente sin darme tiempo a nada. Su rostro sonriente con sus característicos anteojos metálicos, y el cabello que mostraba algunas canas, me remontó a aquella noche en que el destino me había llevado hasta él.

Yo volvía de pasar el día en Punta Indio, en la casa de Elio. Había ido a pescar, ya que en el fondo de su propiedad pasaba un río correntoso. Me habían invitado a quedarme, pero tenía compromisos en Buenos Aires y decidí volver. A la altura de Magdalena mi automóvil comenzó a fallar y con el motor humeante alcancé a llegar al humilde taller, diez años después convertido en aquel centro automotor.

Estaban cerrando, bajando las persianas, pero ante mi evidente urgencia el joven mecánico y dos ayudantes salieron a socorrerme. Levantaron la tapa del motor y con una linterna investigaron, intercambiando diálogos casi en código. Yo, como un paciente frente a una junta médica, soñaba con lo propio en esos casos: que no fuera nada.

Los rostros señalaban lo contrario; negaban con las cabezas para que asumiera que no se trataba de un simple resfriado. El jefe tomó la iniciativa y, como lo hacen los profesionales, con un gesto de compasión me dijo:

—Es bastante grave; sólo podremos arreglarlo mañana durante el día.

—¿Dónde puedo pasar la noche? —indagué.

—Aquí hay un hotel —dijo tímidamente. Los dos peones se miraron y, al borde de la sonrisa, se fueron hacia adentro.

Sin alternativa, Damián se ofreció a llevarme, y en su auto partimos hacia el hotel que quedaba a una cuadra y media de la plaza principal. Nos despedimos en la puerta y quedamos en que al otro día me vendría a buscar. Cuando partió, tuve la íntima sensación de que en vez de irse huía.

Quedé solo parado en la puerta de aquella vieja casona, sólo iluminada por un cartel amarillento que decía: “Hotel Spolman”.

 

III

Bienvenido al Spolman

 

Golpeé fuerte la puerta. A los pocos segundos una luz tenue se encendió y divisé en penumbras la figura de un hombre grandote que arrastraba los pies y que venía a atenderme.

De camino encendió una luz más potente y todo tomó su real dimensión. Veía a través del vidrio una cantidad de muebles viejos desvencijados, heladeras desarmadas, pilas de escombros y trozos de madera. Eran los objetos más identif cables; el resto, cosas en el real sentido de la palabra que atestaban ese gran salón.

El hombre abrió la puerta con cara de pocos amigos y sin demasiado interés escuchó mi relato.

Sólo le interesaba qué quería, y al saber que era una habitación —como si ello no fuera habitual— con un ademán me indicó que lo siguiera.

Sorteamos juntos esa prueba de obstáculosy salimos a una galería semicubierta. En ella tres puertas de chapas carcomidas por el óxido esperaban ser elegidas. El señor Spolman fue a la del medio, tomó la manija y le aplicó en la base un puntapié quirúrgico desactivando así el sistema de seguridad. Con voz aguardentosa dijo: “Cincuenta pesos”. Puse mi dinero en su manaza. La cerró como una trampa para ratones y sin mediar palabra se hundió en la oscuridad de fondo; una espesura que nunca supe dónde llevaba. Tanteé la luz en la pared y la bombita dejó al descubierto unas imágenes que me estremecieron.

Si bien en mi vida había transitado por lugares inhóspitos, jamás había visto cosa semejante. Un cuarto pequeño (creo que lo único rescatable; las cosas horrendas cuanto más pequeñas, mejor) albergaba la cama de pino vestida con su colcha mugrienta, y la almohada desbordaba de goma espuma amarillenta. Las paredes, un muestrario de humedades de todas las épocas y, por supuesto, la vigente. Todo ello sobre un piso de cemento rajado y brillante de gastado.

La fealdad del recinto perdió protagonismo al abrir la puerta del baño. Todos los adjetivos se debilitan para describir tal pantano con vertientes y cascadas sobre distintos tonos de musgo.

De aquel estado de depresión profunda me rescató una genial idea: podía salir a algún lado, alejarme de ese espanto, cenar, beber y regresar ya cansado para que el sueño se apoderara de mi conciencia e intentar la proeza de dormir allí.

Sin más, apagué la lamparita y salí para enfrentar a oscuras la prueba de obstáculos que me separaban de la puerta de entrada; con algunos magullones la alcancé y abrí con dif cultad.

Aquella noche gris me pareció hermosa. Pero era lógico, el peor aguacero me hubiera parecido hermoso comparado con mi cuarto del Hotel Spolman.

 

III

El encuentro

 

Caminé hacia las luces del centro; una leve llovizna provocó que subiera las solapas de la campera e introdujera mis manos en los bolsillos. Vi, como era de esperar, frente a la plaza aquel restaurante “El Alma” para cumplir mi objetivo. Al ingresar me pareció muy cálido; su decoración singular mezclaba lo moderno con muebles de campo y luces bajas. Había junto a los ventanales principales dos juegos de living. Al ver semivacío el lugar, ocupé uno de ellos; en el otro estaban tres señores bien vestidos en una charla apacible.

Saludé en voz baja y los señores respondieron al unísono. Desde el fondo, con la carta en la mano, una joven bonita acudió a mí. Con voz firme, más de cantante de tango que de camarera, me dio la bienvenida y se retiró para que viera el menú. Ordené pastas y un buen vino. Si bien yo no estaba acostumbrado a beber, era la pieza clave para morigerar las horas dramáticas por venir.

Fueron los momentos más apacibles que viví en Magdalena; la música suave, el murmullo de la llovizna acariciando el vidrio, y de vez en cuando unas risitas contenidas que provenían de los señores.

Degusté sorbo a sorbo mi vino luego de la comida, comprobando que de a poco iba adormeciendo mis sentidos. Luego pedí un café liviano y, si bien hacía tiempo que no fumaba, viendo a uno de los tres señores saborear un cigarrillo me animé a acercarme a su mesa y pedirle uno. Como es habitual en estos casos, di mil explicaciones que no hacían falta, ya que el señor amablemente me ofreció el atado con el encendedor. Prendí el cigarrillo y tuve el último placer de la noche.

Regresé a mi lugar, me llené de humo y al terminar levanté la mano y pedí la cuenta. La moza la dejó sobre la mesa y de camino pasó por los sillones contiguos, ya que los tres señores la habían llamado unos minutos antes. Ellos tomaron el dinero del vuelto, apartaron una propina y se pararon iniciando la partida.

Cuando traspasé la puerta vaivén todavía oscilaba tras la salida de los señores; los divisé media cuadra más adelante. El silencio de la noche me permitía detectar sus pasos y algunas risotadas.

Ellos no advertían mi presencia y quedé impresionado cuando vi que compartíamos el Hotel Spolman.

Al ingresar, escuché claramente el sonido de su puerta de chapa que cerraba y, sin antes llevarme unos trastos por delante, ingresé a mi morada. Ya como un habitué, apliqué el certero puntapié y me introduje. 

 

IV

Yo, perejil

 

Me desplomé sobre el catre para no distraer los efectos del alcohol y que perpetraran la misión que les había conferido, y ese embriagado placer de a poco se fue apoderando de mí.

Desperté sobresaltado al escuchar ruidos y voces violentas provenientes del cuarto de al lado. No podía tomar conciencia de dónde estaba hasta que un portazo me situó en la realidad.

Sin duda era el cuarto de la derecha, de los señores, pero a medida que sacaba conclusiones, pasos y gritos se fueron alejando dejándome un silencio desconcertante.

Mi estado etílico volvió a adormecerme, pero ese sopor duró poco porque antes de llegar al pleno sueño otros golpes más contundentes me hicieron saltar del catre. Esta vez eran contra mi puerta; una y otra vez se repetían con mayor intensidad.

Me acerqué y con voz poco audible pregunté:

—¿Quién es?

—La Policía —contestaron en forma autoritaria. 

Abrí protegiendo mis ojos de la luz del pasillo. Entre mis dedos divisé la figura de tres uniformados; uno adelante que puso su borceguí para evitar que volviera a cerrar, y más atrás otros dos parapetados en las columnas con armas largas.

—Nos va a tener que acompañar.

—¿Por qué? —susurré con susto e intriga

—Ya le explicarán en la comisaría.

En un habilidoso giro me colocaron las esposas, y revoleando todo lo que estaba en el camino llegué en segundos al patrullero que aguardaba en la calle. Como en las películas, bajaron mi cabeza para introducirme en el auto. Los escoltas miraban y apuntaban hacia todos lados, rutina que repitieron al llegar a la repartición policial. Fui directo por el pasillo hasta el último calabozo y allí desde afuera cerraron la puerta de rejas. A los pocos minutos, un oficial se apersonó para

hacerme un test de alcoholemia —cuyo resultado dijo su gesto—, retirarme los documentos y todas mis pertenencias que introdujo en una bolsa de papel madera.

—¿Qué sucede, oficial? —pregunté.

—Ya está viniendo el comisario —respondió.

Allí quedé solo en mi celda observando el entorno, y sentado en el catre ref exioné: “No está tan mal… De haber sabido, hubiera cometido temprano un delito para salvarme de las fauces del hotel Spolman”.

Sentí venir por el pasillo los pasos inconfundibles del comisario. Lo pregonaba su autoridad, sumado al mal humor que corroboré al verle el rostro. Esperó que el agente le abriera la cerradura y sin mediar palabra tomó la silla del rincón, que con una parábola en el aire colocó frente a mí para sentarse como en el lejano oeste.

—¿Dónde están? —preguntó.

—¿Quiénes? —respondí.

—La terna arbitral.

Esa denominación quedó grabada en mi mente y, si bien no niego que la asocié a los tres señores, lo oculté con temor a delatarme sin saber de qué.

—No sé de qué me habla.

—Confesá, pibe, o esto se va a poner peor.

—No sé de qué me habla —insistí.

—Bueno, lo tendrás que convencer al juez.

Como un resorte se levantó y con la parábola invertida colocó la silla en el exacto lugar de origen. Salió por la puerta que el agente ya había abierto para él. Los ruidos de las comisarías se sienten distinto desde una celda. Es como un tratamiento de conducto en el dentista: no hay dolor, pero todo parece tremendo. Cada sonido se magnifica, cualquier chasquido parece una cachetada, un golpe, una trompada. Y si se cae una escoba, se escapó un tiro. Pendiente de esos efectos quedé tendido en el catre hasta que vi parados en la puerta al of cial junto a Damián.

Con rostro preocupado, se acercó a mí y me dio un cálido abrazo que respondí con emoción. Me senté en el catre y Damián, sin la destreza parabólica del comisario, acercó la silla y quedamos frente a frente.

—¿Qué pasó? —lo interrogué mansamente.

—No te hagás problema, te agarraron de perejil. Yo sé bien que no tenés nada que ver.

—¿En qué? —insistí.

—Te cuento… —contestó Damián y, como ordenando sus ideas, miró el techo y comenzó el relato—. Mirá, hoy se debería jugar a las tres de la tarde la final de la liga de fútbol entre Unión de Magdalena y Juventudes de Verónica. Los dos, punteros, pero Unión tiene un gol a favor. Si el partido no se jugara por cualquier razón, el reglamento de la Federación de La Plata determina que será campeón y ascenderá quien tenga mejor promedio de goles. Por lo tanto, Unión se consagraría.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso? —exclamé risueño.

—Que una fracción de la hinchada local decidió secuestrar a la terna arbitral y la Policía, consecuente con ella, tuvo que encontrar un perejil para endilgarle el hecho.

—Ése soy yo —aseguré.

—Sí —confirmó Damián. Aparte le caíste como anillo al dedo. Te alojaste en la habitación de al lado, te vieron conversando en el restaurante y los seguiste. Todo hace suponer que fuiste el entregador.

—¿Y ahora? —indagué.

—Y ahora hay que esperar hasta las tres y cuarto, que es el margen que marca el reglamento para dar por anulado el partido. En ese momento Unión será campeón y, seguro, la terna arbitral recobrará su libertad.

Luego del insólito relato me quedé más tranquilo, y sobre todo cuando Damián con sus buenos of cios —ya que arreglaba los patrulleros de la Policía— consiguió que me sacaran del calabozo y me permitieran aguardar en la sala de espera hasta la hora señalada. Un policía macanudo nos dijo a Damián y a mí que nos tranquilizáramos, porque no me quedarían antecedentes. Previendo el f nal, sólo había sido detenido por ebriedad. Motivos no faltaban, ya que mi test avalaba la carátula.

El joven mecánico se despidió de mí con otro abrazo más entusiasta, y me dijo que el auto estaría en la esquina arreglado antes de las tres de la tarde. Aunque insistí en pagarle cuando me devolvieran el dinero, él se negó rotundamente.

—¿Dónde me dejás las llaves? —pregunté.

—Puestas —rió espontáneamente—. Estamos en Magdalena…

 

VI

Ídolo por una vez

 

Durante las horas siguientes hice una minuciosa inspección de cada una de las cosas que había en

aquella sala. Jugué a memorizar los nombres de cada comisario y asociarlos con sus caras; descubrí en el estudio estadístico que ocho de cada diez comisarios son gordos y aprendí el himno de la provincia de Buenos Aires que estaba enmarcado junto a la Bandera.

En un momento el policía macanudo me acercó un mate y el semanario local con noticias sociales y

deportivas; comprobé en la tabla de posiciones lo que ya Damián me había anticipado y repentinamente recordé que en el instante en que entraba a la comisaría me encandiló un f ash. Por lo tanto tuve un singular orgullo al saber que en el próximo semanario sería portada.

Comencé a escuchar murmullos en la calle y, corriendo el visillo, observé un grupo de muchachos, la mayoría con colores amarillo y negro en camisetas o banderas, que se sentaron en frente, en el cordón de la vereda.

No quise preguntar, pero de a poco se fue sumando gente de todas las edades; hombres, mujeres y niños. A lo lejos comenzó a sentirse una réplica de bombos acercándose y uniéndose al gentío, que entonaba cánticos bien futboleros.

Para observar mejor, corrí bien el visillo y comprobé que varios del grupo, al verme, me señalaban. Y eso corrió como un reguero de pólvora convirtiéndome en el protagonista.

Allí comenzaron una suerte de cánticos alegóricos a mi persona: “Flaco no te vayas, flaco vení…; de la mano del f aco vamos a la A…; el flaco y Unión, un solo corazón…”. En principio me asombré, hasta comprender que el gentío había encontrado en mí al artífice de ese acontecimiento histórico. Corrí el visillo y saludé; una ovación me contestó y comencé a aparecer esporádicamente gozando de ese regateo, dándole a mi público en pequeñas dosis el placer de verme. Por un ratito fui Luis Miguel en el balcón del Hyatt saludando a sus fans. Salvando las enormes distancias…
A las tres de la tarde el pueblo entero estaba en la plaza, y a las tres y cuarto la energía podía respirarse. En el medio de la calle, que había sido cortada, había un grupo más reducido con los atuendos completos del equipo y se veía claramente que eran los jugadores.
Abrazados, arengándose y muchos llorando como en una final por penales, esperaban estallar de alegría. A alguien se le ocurrió diez segundos antes de la hora, comenzar un conteo descendente y espontáneamente la multitud lo siguió: “9, 8, 7, 6…”. Al llegar a 0, las bocinas de los autos, los abrazos, el llanto y un canto frenético de: “¡¡Dale, campeón!!”.

Me distrajo un policía que a mi lado, disimuladamente, sonaba su nariz y refugiaba sus lágrimas clandestinas. 

El festejo parecía interminable. Sin darme cuenta me encontré con medio cuerpo fuera de la ventana cantando junto a todos ellos, quienes señalándome con los puños me devolvían la gentileza.

Un automóvil se abrió lentamente paso entre el gentío y bajaron tres señores de traje; uno fue al baúl y extrajo un enorme trofeo. Eran los directivos de la liga que habían viajado especialmente desde La Plata para coronar al campeón.

El hombre mayor, seguramente el presidente, se paró entre los jugadores, levantó el trofeo y lo depositó en manos del capitán; con la misma diferencia entre Luis Miguel y yo, ese muchacho morochito fue la imagen de Diego, besó el trofeo y la multitud deliró.
Después todo fue descontrol, gritos, bombas de estruendo, una desordenada vuelta olímpica por la plaza; esa plaza que jamás había soñado convertirse una tarde en el Estadio Azteca.De a poco los ánimos se fueron calmando. La gente se despedía con abrazos y muchos planeaban encontrarse por la noche para festejar por Unión campeón. 

 

VII

Sanos y salvos

 

El “Estadio Azteca”, perdón, la plaza, volvió de a poco a su estado natural, la desolación. Y yo en ese banco de madera esperaba que sucediera lo vaticinado por Damián. Después de una hora, para mi alegría ingresaron los árbitros acompañados por un policía; habían sido dejados a dos cuadras, sanos y salvos.

El comisario los recibió en su despacho, y yo intenté a la distancia escuchar algún comentario. Hablaban en voz baja y en no más de unos cuantos minutos los vi despedirse en la puerta de la of cina, dándose amablemente la mano. Ellos se retiraron y el comisario llamó a la oficina al oficial, quien rápidamente salió, se dirigió al mostrador y extrajo la bolsa de papel madera con mis documentos y pertenencias. Se acercó hasta mí y educadamente me dijo: “Perdone, ya se puede retirar”. No me parecía oportunidad para hacer algún reproche; sólo quería irme de allí.

Salí con temor de ser reconocido, pero en esa media cuadra no me crucé con nadie. Ingresé a mi vehículo y lo puse en marcha con ansias de escapar para siempre de Magdalena. Al llegar a la segunda esquina los vi. La terna arbitral estaba parada en la bocacalle en clara actitud  de conseguir un taxi. No sé por qué me acerqué y bajé el vidrio:

—¿Los alcanzo a algún lado?

—A la ruta, ¿puede ser?

—Sí, vamos —contesté.

Advertí el estatus de la autoridad, porque los líneas aguardaron la decisión del árbitro quien, sin dudar, tomó el lugar del acompañante. El banderín, que estaba atrás de mí, sugirió pasar por el Spolman a retirar el bolso con la ropa deportiva, pero el árbitro hizo valer su autoridad y se negó, aduciendo que era sólo ropa y no tenía ganas de volver allí.

Aliviado, manejé hasta la ruta y los dejé en la parada del ómnibus que los llevaría a La Plata.

 

VIII
Tuvieron que pasar diez años

 

Diez años tuvieron que pasar para que volviera a Magdalena; diez años rememorando esa historia una y otra vez.

La ciudad lucía irreconocible: tiendas de las mejores marcas, restaurantes, bares, paseos peatonales hacían que mi orientación fuera nula. Paré en una esquina donde había una moderna y enorme pizzería, bajé el vidrio y pregunté a un señor que estaba parado en la puerta. El hombre era joven y elegante, pero totalmente calvo. Con un gesto amable me indicó: “Mire, siga por esta calle dos cuadras. Al llegar a la avenida Terna Arbitral, doble a la derecha y allí va a ver la plaza principal”.

Este joven me parecía conf able, pero tuve que ver con mis propios ojos el cartel indicador de la avenida para convencerme. Al llegar a la plaza, nada era igual. La comisaría, un enorme edificio vidriado; la plaza propiamente dicha, llena de canteros con flores y provista del más ambicioso mobiliario urbano. Frente a ella, donde había estado el restaurante, un shopping llevaba el mismo nombre, “El Alma”; pero detrás del patio de comidas había una cartelera de cines que publicitaba varias salas. Di vuelta a la plaza en dirección contraria a la vuelta olímpica, y a paso de hombre desanduve el recorrido de aquella noche en búsqueda del Hotel Spolman. Como un cachetazo, en la esquina anterior se erguía un suntuoso cinco estrellas. Seguí la media cuadra restante y, entre modernos edificios, allí estaba, enclavado como un símbolo del pasado, como un resabio de mi historia. Al acercarme a la puerta, bajé la ventanilla para ver mejor. Divisé a un viejito barriendo la vereda. Me pregunté si sería el señor Spolman; al darse vuelta no me quedaron dudas.

Vestía una camiseta negra arrugada que en el bolsillo lucía claramente bordadas las tres A (Asociación de Árbitros Amateurs).

 

  La Terna Arbitral  

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