I
De hombres o de mujeres
Esta historia data de una época en que las peluquerías eran de hombres o de mujeres. Ni al más osado visionario, incluso Julio Verne, se le hubiera ocurrido que estos dos antagónicos bastiones algún día pudieran unirse.
Las de damas, más allá de un ámbito dedicado al cabello, encerraban un halo de pertenencia donde se alternaban encuentros y desencuentros, confesiones, intimidades e intrigas que a los pocos minutos corrían por el barrio como una bola de nieve creciendo a cada paso.
El mínimo raspón terminaba siendo una fractura expuesta, y hasta hubo mujeres que allí se enteraron por alguna vecina de su propio embarazo. Mamá a veces me encomendaba una incómoda misión: llevar un recado a mi hermana, y en esos ocho o diez pasos que separaban la puerta del secador de pelo ponía todo mi talento para pasar inadvertido.
En realidad, me sentía desnudo ante la hilera de sillas ocupadas por mujeres de distintas edades y hasta alguna nena. Parecían un jurado dispuesto a sentenciarme o, lo que es peor, un pelotón de fusilamiento. Todas caras familiares y amables en el almacén o la verdulería, pero allí tomaban una envergadura poderosa e implacable ante un ser diminuto como yo.
Siempre, indefectiblemente cuando creía haber logrado escabullirme, me llevaba por delante alguna
silla o tiraba la caja de ruleros y, como castigo, debía juntarlos por todos los rincones.
En cambio, si había alguna peluquería de hombres de verdad, ésa era la del Tano Adamo.
No puedo precisar desde cuándo la recuerdo porque antecede a mi memoria. En ese límite preservo im ágenes como fotos. Me veo frente al espejo en la sillita alta subido en un acto vertiginoso por las manos de mi viejo.
El local era pulcro, moderno, luminoso, con cortinas de voile y plantas de interior; no podía ser de otra manera sabiendo que no hay prenda que no se parezca al dueño.
El Tano era joven, quizá todavía un adolescente, pero para mis cuatro o cinco añitos lucía como un galán de cine. Pantalones de vestir, zapatos brillantes, una bata blanca inmaculada ceñida al cuerpo... Daba más el perfil de un cirujano que de un simple peluquero.
Haciendo honor a su profesión, con el cabello renegrido lucía un corte vaporoso y patillas prolijas sobre una cara siempre impecablemente afeitada. Lo más notable era su voz de locutor, con un acento parecido al de las figuras del fútbol argentino que triunfan en Italia.
Cuando iba llegando a su peluquería, soñaba con que estuviera llena, porque eso me garantizaba por dos o tres horas formar parte de su mundo. Durante todo el tiempo llegaban a saludarlo figuras ilustres: Pepe Mitrovich o Forastieri (ídolos del fútbol barrial), Alfredo Marino, Lazati y tantos otros que contaban anécdotas recientes con mujeres que yo imaginaba hermosas, adecuadas para ellos.
II
Polémica en el fútbol
Si los comentarios subían de tono, mi viejo con una seña me mandaba afuera y allí esperaba paradito viendo a través de la vidriera y escuchando las carcajadas. Pasadas dichas circunstancias, papá con otra señal me indicaba que podía volver a entrar.
A partir de allí, se ingresaba en el tema fútbol. Ese espacio reemplazaba los programas deportivos que aún no existían. Cada uno, según su parcialidad, hacía exposiciones de los partidos recién jugados y surgían apuestas sobre los encuentros posteriores. Si bien estaba inhibido de dar mi opinión, en esa época todo era una fuente de conocimientos para mi escasa trayectoria de fanático futbolero.
Adamo era marca registrada. Uno, caminando por el barrio, podía determinar claramente quiénes éramos sus clientes y quiénes los de otros peluqueros de la zona.
Adamo era más caro, pero la diferencia se ganaba en estatus, mientras que los otros lucían avergonzados en sus cabezas horrendas escaleras y remolinos mal cortados.
No sólo valía el resultado, sino el momento en el que empuñando en una mano un peine f no y en la otra su tijera parecía tener la solemnidad de un torero, que con capa y espada iría sobre la presa seguro de hacer una soberbia faena y ganarse todos los aplausos.
Adamo pocas veces iba al club. Yo suponía que entre la peluquería llena de gente hasta altas horas de la noche y sus citas románticas con mujeres hermosas no le quedaba tiempo para otros menesteres. Pero cuando sucedía, el buffet parecía recibir a una celebridad y, sin admitirlo, todos sentían el íntimo orgullo de compartir un vermú con él.
Si mi memoria no me falla, tenía una cupé Fiat roja que estacionaba en la vereda de enfrente del local. Ello le daba perspectiva resaltando el brillo y los detalles deportivos.
Sólo se lo veía por el barrio de nochecita, despacio, manso y apenas su rostro asomado por una hendija entre los vidrios polarizados. Me sentía diminuto ante esa presencia y gozaba del saludo cálido y humilde, hasta a veces con un casi imperceptible guiño de luces. Él sabría que ese mínimo detalle me hacía sentir importante.
III
Para qué más éxito
Un día vi la peluquería cerrada, el local en alquiler y escuché la noticia que rondaba en el barrio:
el Tano Adamo se había ido a los Estados Unidos. Para mí en esa época los Estados Unidos quedaban veinte veces más lejos que hoy; una distancia enorme, tanto como la intriga de por qué se había ido.
Yo entendía que la gente viajaba al exterior en busca de éxito. ¿Qué iba a buscar uno de los hombres más exitosos que yo había conocido? Muchos años más tarde, me enteré de que estaba de regreso y, fortuitamente, lo crucé en la calle. No llegué a saber si en realidad me había reconocido, pero me saludó con la misma sonrisa y, a pesar de que yo ya era un hombre, en ese instante me sentí aquel chiquito subido a la sillita alta.
Sé que nada pude haber signif cado en su vida, pero él permanece entre los más preciados recuerdos
de mi infancia; esa infancia en la que los muchachos grandes eran nuestros ídolos.
Sin duda, para mí lo fue y lo será siempre el Tano Adamo.
