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I

Viaje Misterioso

 

Pasajeros con destino a la ciudad de Mendoza: les habla su capitán, Jorge Montes. Estamos a punto de despegar, por lo cual les solicito enderezar los respaldos, asegurar las mesitas frente a ustedes y ajustar los cinturones de seguridad”

El avión comienza a carretear y yo, esta locura, este misterio, este delirio incapaz de ser contado ni siquiera a mi querido y fiel amigo, Jorge Segovia.

Seguramente él me estará esperando, como ciento de veces, en el aeropuerto, con una sonrisa de bienvenida; sólo que en las veces anteriores, había motivos coherentes: negocios, vacaciones, algún evento… Pero en esta oportunidad, no supe qué decir. Y él (campeón de las relaciones públicas) no quiso preguntar.

Cuántas cosas podría haber argumentado: “Necesito ver a Felman”, “Voy a llevarle un mensaje después de 15 años”, “Tengo que contarle algo”; en realidad, la única verdad, es que hace dos noches entró en mis sueños aquél anciano, diciéndome:

—Alguien se lo tiene que contar a Darío.

La azafata parece venir a rescatarme del pensamiento enloquecedor, ofreciéndome una cajita de alfajores y una bebida. Acepto jugo, miro el reloj y compruebo que aún tengo por delante una hora de vuelo. Regocijada, mi perturbada mente vuelve a lo suyo.

¿Por qué ese anciano me habría elegido a mí? ¿Por qué tuve que pasar por aquella plaza ese día? ¿Por qué lo reconocí? ¿Por qué decidí volver, habiendo seguido de largo?

—Perdóneme. ¿Usted es…?

—¡Sí, soy yo! —me contestó con esa voz aguda, latosa, inconfundible, por si me quedaba alguna duda.

Esa misma voz, muchos años antes, habitaba un cuerpo robusto, enérgico, avasallante; con el dedo en alto, repartiendo indicaciones y dejando un surco frente al banco de suplentes.

Seduciendo a los linemans, condicionando a los árbitros y sacando de la galera una estrategia tan inesperada como efectiva; ganando el partido más difícil con los jugadores menos pensados.

Cuando llegó a Boca y dio la nómina de refuerzos, se planteaba la duda de si dar marcha atrás y romperle el contrato. Lo único seductor para la comisión directiva, era la flaqueza de su billetera, a la que poco le costaría contratar ese rejunte de jugadores al borde de la jubilación.

—Un equipo de hombres —solía decir; y de eso, no había dudas, sólo que también se pretendía pudieran jugar noventa minutos.

Pero para el “Toto”, eso era un caramelito; había llevado al Mallorca de la C a la A sin escalas; fue técnico y jugador a la vez; ya había logrado campeonatos en todas las categorías, equipos, ligas de Europa y América. Nada, en la vida de Toto Lorenzo, tenía sentido si no conllevaba un enorme desafío.

Estaba delgadito, pero muy elegante: zapatos acordonados, pantalón de vestir, saco al tono; sentado de costado, apoyando un codo contra el respaldo y de piernas cruzadas. Lo rodeaban palomas picoteando el suelo, y él, transmitiendo una paz que las aves bien entendían. Me invitó a sentarme a su lado y ya en un acto más formal, estrechó mi mano y dijo:

—Mucho gusto. Juan Carlos Lorenzo.

 

II

El llanto

 

Percibo cómo el avión inicia las maniobras de descenso. El cielo, ya oscurecido por las sombras de la noche que seguramente, también envuelven a Jorge, estacionando su automóvil junto a los parrales del aeropuerto.

Se produce el silencio clásico de la aproximación y hasta no sentir los neumáticos golpeando el cemento, mi alma parece estar separada del cuerpo.

Detenida la máquina, desprendo el cinturón y retiro el bolso del compartimiento; camino hacia la puerta delantera. Bajo por la manga, atravieso el sector de equipaje y tras la salida de arribos, distingo a mi amigo que espera.

Nos damos un abrazo, y como hotelero incorregible, me retira el bolso de la mano y nos conducimos al vehículo.

Hacemos el primer tramo en silencio y luego surgen comentarios acerca de los chicos, el país, el fútbol… Escuchando una apacible música de jazz, llegamos al hotel. La esquina, siempre iluminada, de Urbana Suites, luce en la noche. Le dejo el bolso a Fernando (el recepcionista nocturno) y no hacen falta palabras para que Jorge sepa que quiero cenar en la Marchigiana. Las excelentes pastas y el mejor vino mendocino, me devuelven al cuarto con un estado de somnolencia máximo.

Antes de entrar en el sueño profundo, las imágenes vuelven a mí.

—¿De qué cuadro es? —me preguntó.

—De Boca —contesté orgulloso.

—¿Entonces es usted?

—¿Yo? ¿Quién?

—Nada. Locuras mías –dijo ruborizado. —Le voy a contar una historia que no va a poder creer…

En mi rostro, se dibujó una sonrisa de felicidad. No era para menos. Tomé conciencia de la situación: estaba sentado en esa plaza de Callao y Marcelo T. de Alvear, junto a un fenómeno, referente del fútbol, valorado y respetado por todos, dueño de las anécdotas más jugosas, las proezas más heroicas y los logros más inéditos. Pero por sobretodo, un hombre íntegro e incondicional a sus ideas.

Él, con su sabia ancianidad diciéndome que… quería contarme una historia. Por lo visto, Lorenzo no había perdido el hábito de elegir para una gran estrategia, al jugador menos pensado.

Primero, me sintetizó su trayectoria como jugador en Argentina y en Italia, y luego, llegó al verdadero motivo de la charla. La historia comenzaba una tarde en el Vaticano.

Fue Amadeo Rissotto, el famoso técnico de la Sampdoria, quien invitó a sus jugadores a visitar el místico lugar.

Junto a su líder, un grupo de ocho jugadores, marcharon uniformados con la ropa de salida y concientes del respeto que esta merecía.

Atravesaron la plaza, pasaron frente a la Capilla Sixtina y siguieron adelante con el verdadero objetivo: llegar a la Basílica de San Pedro. Los desbordó la emoción al ingresar por la puerta lateral y ver aquella majestuosa construcción del Siglo XVI. Tan inmensa, inmaculada… Observaron absortos a La Piedad, de Miguel Ángel y, a poca distancia del Altar Principal, ocuparon dos filas de bancos. El técnico, junto a Toto y otros compañeros, delante y el resto, detrás.

Con los ojos cerrados, agradeció tantos éxitos que ya acumulaba y pidió por los seres queridos. Cuando rezaba un Padre Nuestro, escuchó cómo un chiquito lloraba, y lo hacía con insistencia.

Estuvo a punto de girar para mirar, pero pensó que podría parecer descortés. De a poco, el llanto calmó y un crujir de bancos sugirió que los compañeros se levantaban.

El grupo caminó, luego de persignarse, por el pasillo central. Al llegar a la puerta, los abordó amablemente un cardenal, invitándolos a pasar por su despacho, muy cerca de allí.

Sin duda, los uniformes de la Sampdoria convertían al grupo en una visita notable. El religioso rodeó el escritorio, sacó del cajón unas medallas bendecidas por el Papa y diplomas conmemorativos. Completó cada uno con los nombres respectivos y debajo, la fecha de la visita y el sello papal.

Salieron felices mirando los recuerdos y comentando distintas sensaciones. A Toto se le ocurrió decir:

—Lo único molesto fue el chiquito que lloraba —entre todos lo miraron confundidos.

—¿Qué chiquito? —preguntó Rissotto.

—Atrás nuestro. ¿No escucharon? Un bebé que no paraba de llorar.

Todo el grupo espontáneamente estalló en una carcajada.

—Toto, Toto… ¡¡¡Vos sí que estás loco!!!

 

III

El mensaje

 

El teléfono no para de sonar. Los duendes del vino hicieron lo suyo.

Descuelgo el tubo y reconozco la voz de Silvana, que desde la recepción, me saluda tan amable como siempre y me dice que tiene una llamada para mí. Siento la conexión y digo:

—Hola —sólo percibo como lejana una respiración aguda, dificultosa, agitada; insisto. —Hola, hola. ¿Quién habla? —y allí descubro que me cortan.

Marco el nueve y pregunto a Silvana.

—Hola, soy Víctor. Perdoneme. ¿Quién me llamaba?

—No sé. Parecía una operadora de larga distancia. ¿A ver? Debería quedar grabado el número. ¡Qué raro! Figura en blanco.

Me quedo pensando que ni siquiera mis hijos saben que viajé a Mendoza. Me doy una ducha, me cambio y bajo a desayunar. Al terminar, como es temprano, decido salir a caminar. Llego a la recepción, saludo con un beso a Silvana, ella retira un mensaje de mi casillero y me lo da. Me alejo un poco, abro con cuidado el sobre e inesperadamente encuentro una frase que me hiela la sangre.

En forma desprolija y temblorosa se lee: “Alguien se lo tendría que decir a Darío”. Se me nubla la vista, así que disimuladamente me deslizo en un sillón del lobby y quedo allí respirando profundo, para reponerme.

En unos minutos me incorporo y voy hasta Silvana, para preguntarle.

—¿Cuándo dejaron este mensaje para mí? La mujer, acosada por el conmutador sonando y pasajeros pidiendo información, apenas alcanza a responderme.

—No sé. Cuando llegué ya estaba. Supongo que durante la noche.

Salgo a caminar, sin destino cierto. El viento frío en la cara me hace bien. De pronto, estoy ingresando al parque, atravieso los majestuosos portones y sigo para el Club Regatas. Me siento en los escalones, frente al lago, con la mirada perdida en el agua. De pronto, me doy cuenta que me rodean palomas picoteando el suelo, y yo, transmitiendo una paz que las aves bien entienden. Ellas llevan mi mente a los ojos cansados de Lorenzo, que sigue su relato.

Es el momento de revelarme su sueño. Desde la misma noche que visitara el Vaticano, comenzó a repetirse, cada tanto, pero indefectiblemente, un mismo sueño.

Era simplemente un gol. Lo convertía un joven morochito con la camiseta Nº 11 de Boca. Recibía por izquierda, enganchaba hacia adentro y al pisar el área, le pegaba seco al palo derecho.

El estadio repleto enmudeció y el autor del gol corría hacia él, con los brazos abiertos.

Le llamaba la atención el cabello largo y la ropa ridículamente ajustada. Los contrarios, llevaban camiseta blanca con vivos verdes, también ceñidas al cuerpo. Esa misma imagen lo abordaba cada tanto, en las noches. Era una repetición idéntica, como una película que rodaba en su cerebro.

Si bien no le ocasionaba molestias, llegó a preocuparlo. Una mañana, se lo comentó a su esposa y la buena mujer rió. —Juan Carlos —dijo —de la mañana a la noche hablás de fútbol. ¿Con qué querés soñar? La sabiduría del comentario, lo hizo desistir para siempre de confiárselo a alguien más.

Muchos años más tarde, vivía en Santa Fe, dirigiendo a Unión. Era viernes por la noche y jugaban el partido adelantado, Central-Boca. Estaba a punto de cenar y disfrutar del encuentro. Todo estaba normal, hasta que el puntero izquierdo de Boca, Darío Felman, convierte el primer gol. En el festejo, sale corriendo y abre los brazos ante la cámara.

Lorenzo se puso pálido. Un sudor frío corrió por su frente y los cubiertos cayeron sobre el plato.

Su esposa lo tomó como una humorada, pero él nunca había estado tan afectado. Se acercó al televisor para ver la repetición y ya no tuvo dudas. Increíblemente, ese muchacho morochito con la camiseta Nº 11 de Boca, era el protagonista de su sueño, desde hacía más de veinte años.

No pudo probar bocado. Aduciendo un malestar estomacal, se fue a la cama. Como era de esperar, en el descanso, el gol de Felman volvió a visitarlo.

“Juan Carlos, de la mañana a la noche hablás de fútbol. ¿Con qué querés soñar?”

 

IV

La cláusula

 

Desando el camino desde el náutico al hotel, veo el automóvil de Jorge en la puerta y entro en su oficina sin preámbulos.

—Hola, Jorge. ¿Tenés el teléfono de Darío Felman?

¡Qué ironía! Yo pidiendo el teléfono de ese ídolo que tanto alenté desde la tribuna; ese que más de una vez me dejó afónico, llenándome la garganta de goles; el mismo que la noche de Central-Boca, el Toto había descubierto, convertía el gol soñado, pero sin detectar contra quién, o por qué sería tan trascendente. Lorenzo después de la excelente campaña en Unión, es contratado por Boca. Llegó al club quedándose con algunos de los jóvenes de la era Rogelio Domínguez y trayendo, al mejor estilo de Martín Karadagián, su memorable Troupe.

Todos jugadores maravillosos, reconocidos, pero al mismo borde del retiro.

Ese era, quizás, el condimento que el técnico buscaba. Era doblemente meritorio lograr algo con ese plantel. ¡Vaya si lo fue! Campeonato Nacional y Metropolitano; la primera Copa Libertadores de América y el pasaporte para intentar la máxima gloria: ser campeones Intercontinentales.

En el equipo lógicamente, quedó Darío, y fue Lorenzo quien lo convirtió en verdadero ídolo. La continuidad, su posición en la cancha y el padrinazgo, lleno de sabios consejos, hicieron de ese diamante en bruto, una pieza de relojería.

Cuando viajaron a Montevideo para el partido final de la Libertadores frente al Cruzeiro, Lorenzo en el pre-embarque se puso a mirar un sobre que llevaba su ayudante con los documentos de todo el plantel.

Cuando tomó la cédula del Mendocino, la dio vuelta y vio la fecha de nacimiento: 25/10/1951.

Para un memorioso como él, no era fácil escapar de la certeza que esa fecha tenía un significado: estaba enmarcada en la biblioteca de su casa, en la parte inferior del diploma junto al sello papal.

Felman pasaba cerca y lo llamó.

—Dígame Darío. ¿A qué hora nació usted?

—Dos y media de la tarde. ¿Por qué?

—No nada. Vaya, vaya…

El Toto miró hacia abajo y puso sus manos como masajeando las sienes. “Seis y media de la tarde; la hora precisa que, en Roma, estaba en el Vaticano”.

Tuvieron que pasar 26 años para descubrir de quién era el llanto.

Después que Boca ganó la Libertadores, se empezó a rumorear que el Liverpool (campeón europeo), no quería jugar la Intercontinental, porque debido al mundial ´78, la revancha sería en Octubre, cruzándose con la Copa UEFA; el equipo inglés veía más apetecible ese galardón. Esto, finalmente, fue confirmado y ocuparía la vacante como sub-campeón, el Borussia Monchengladbach, equipo alemán. Lo primero que Lorenzo quiso saber, fue el color de la camiseta y, al confirmarle que era blanca con vivos verdes, reunió a su cuerpo técnico y les dijo: —¡¡¡Muchachos, festejen tranquilos que ya somos campeones del mundo!!!

El técnico de Boca estaba seguro que el gol de Darío vendría en la revancha; el sueño no se producía en la bombonera. Así que no le preocupó que en el partido local, Darío estuviera lesionado y empataran 2 a 2.

Si bien para la prensa y los pronósticos especializados y todos en general, ir a Alemania era una derrota segura, Lorenzo reía lleno de una confianza sospechosa.

Unos días después del mundial, un directivo llamó a Lorenzo para comunicarle algo que nadie imaginaba cuánto podía afectarlo.

Le dijeron con una sonrisa en los labios que habían cerrado una operación fantástica, vendiendo a Felman al Valencia de España.

No imaginaron la reacción escandalosa del técnico, que no paraba de gritar y golpear la mesa. Cuando lograron calmarlo, después de bastante tiempo, dio una posición determinante:

—Si Darío no juega contra el Borussia, yo renuncio —y se retiró dando un soberano portazo.

 

V

La consigna

 

El teléfono suena una y otra vez, y nadie contesta; verifico si es el número que Jorge me dio. Decido esperar un rato y volver a intentarlo, quizás después de la siesta mendocina.

El teléfono que sí fue atendido de madrugada, en la casa del Toto, hizo asustar a su esposa.

—Juan Carlos… Juan Carlos. Es para vos. Te llama un directivo desde España.

—Hola —respondió con voz de dormido.

—Hola, Toto. Perdone la hora, pero desayuné con ellos. Los directivos del Valencia. ¡¡Y aceptaron, mi viejo!! ¡¡Aceptaron!!

—¿Sí?

—Sí. Quédese tranquilo. Ya lo está incluyendo la escribana. Una cláusula que autoriza a Darío para jugar el partido en Alemania.

—Gracias, viejo. No sabe lo que significa eso para mí.

—Ni idea. Yo sé lo que me costó que acepten.

—Bueno. Mil gracias. Nos vemos en Buenos Aires.

El destino estaba signado. El plantel viajó a Alemania, contagiado por la alegría del líder, que transmitía toda la confianza.

Cuando salieron a la cancha, Lorenzo reconoció esas tribunas, el clima y las camisetas del Borussia.

Al sonar el silbato, Lorenzo estaba muy emocionado, con los ojos llenos de lágrimas. La Pantera Rodríguez (arquero suplente) a su lado, percibió que el técnico lucía diferente.

El Toto no imaginaba que sucedería tan rápido. Tan sólo a los dos minutos.

Felman picó por izquierda, enganchó hacia adentro, pisó el área y le pegó seco al palo derecho. El estadio enmudeció y Darío corrió hacia él con los brazos abiertos.

Si bien ya había visto la imagen tantas veces, esa noche lloró como un chico abrazando al jugador mendocino.

—¿Y? ¿Qué le pareció, Mi'jito?

Yo estaba conmovido; no podía reaccionar. Respiré profundo hasta recuperar la calma.

—¿Sabe que ese gol nadie lo tiene? –le dije. –Parece que se perdió. No está filmado.

—Sí. ¿Sabe por qué?

—No —respondí.

—Porque yo lo guardo acá y acá — y con su dedo tembloroso se señaló la cabeza y el corazón.

El teléfono vuelve a sonar, luego de la siesta mendocina. Esta vez, lo atiende una mujer.

—Hola. ¿Está el señor Felman?

—No, señor. Yo le alquilo. Él se fue con su esposa Patricia a vivir a España. Pasa que allá están sus hijos y ahora sus nietitos…

Quedo paralizado, me disculpo y corto. Bajo a recepción, pido hojas y un bolígrafo. Comienzo a escribir esta historia. Trataré de que llegue a sus manos. Sé que no es la mejor manera de cumplir esta consigna, pero… “Alguien se lo debe contar a Darío”. 

 El sueño de Lorenzo 

© 2013 - 

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