I
Mundo Luisito
Ir a lo de Luisito era tan habitual como las pinchaduras de mi vieja pelota de cuero. Entre rezongos de mi papá, allí partíamos. Hoy al recorrer la distancia en mi auto no cuento más de unas veinte cuadras, pero en esa época para mis cinco o seis añitos parecía una enorme travesía.
La mitad de las calles eran de tierra, lo cual nos obligaba a caminar en fila india por pasadizos de ladrillos, cemento alisado y sólo algunas veredas de baldosas frente a los típicos chalés que, para mí, en esa corta edad, representaban ser millonario.
A mitad de camino mis piernitas delgadas llenas de moretones comenzaban a flaquear, y sólo era asistido por mi papá para cruzar las zanjas. Eso me enfrentaba a los primeros perjuicios de crecer, ya que tenía muy presente reminiscencias de tan sólo dos o tres años antes, cuando la vida la veía desde la cómoda altura de estar a upa.
De todas maneras me sobreponía ansiando doblar la última esquina y divisar la casa de Luisito. Allí tenía la sensación de ver a lo lejos la basílica en una caminata a Luján, o como el náufrago que presintiendo al fin la costa sabe que su martirio pronto va a terminar.
Ingresábamos por una entrada de adoquines gastados con dos portones de hierro siempre abiertos; a la izquierda, una casa chorizo y a la derecha, una especie de quinta.
Todo era muy miserable, casa y quinta competían por el abandono; la quinta con su yuyal impenetrable del cual sólo sobresalían algunos árboles frutales, y la casa con su pintura a la cal llena de manchas de humedad y rajaduras varias como ríos del techo al piso.
En el fondo nada estaba mejor; bajo un alero de chapas oxidadas, Luisito en la silla de ruedas acunaba alguna pelota tan vieja como la mía, tratando de volverla a la vida.
Al llegar hasta él, dejaba rápidamente su faena y yo me decepcionaba; no podía entender cómo lo hacía, cómo se podía coser una pelota desde adentro. Me había pasado horas en mi patio bajo el sol revisando puntada por puntada, tratando de encontrar explicación y jamás la hallaba.
Era su enorme secreto que celosamente cuidaba, quedándose inmóvil cuando advertía la presencia de alguien en la cercanía.
Era un hombre grandote y delgado postrado allí sobre esa enorme silla de hierro y cuero; llevaba una camisa leñadora de mangas largas abrochada hasta el último botón y pantalones de frisa gris con manchas de pomada marrón. Lo llamativo eran sus zapatos, siempre impecablemente lustrados. Digo lo que llevaba porque durante todos los años que visité esa casa, invierno y verano, Luisito estaba vestido así.
Una cara huesuda, con pelo grueso y bigote mal recortado, estaba enmarcada por lentes cuadrados y grandes, y justo en el centro, donde apoya la nariz, resaltaba sobre el color carey un pegote de Poxipol invadiendo un poco el vidrio derecho.
Mientras papá negociaba un parche más en mi cámara naranja, yo miraba el otro espectáculo que ofrecía la casona.
En el fondo de la quinta había un espacio desmalezado y allí estaba una mujer pequeña y delgada, muy anciana para mis cinco o seis años, de pollera hasta los pies, lavando en un enorme piletón. A su alrededor picoteaban la tierra un sinnúmero de gallinas pigmeas, que ella pateaba cuando se acercaban demasiado a sus piernas generando un estruendoso alboroto que se repetía a los pocos minutos.
La silenciosa mujer a la que nunca sentí emitir un sonido, lavaba camisetas de fútbol porque éste era el otro rubro que explotaba Luisito, el alquiler de camisetas, y yo con los años me convertiría en un cliente memorable.
A las espaldas del piletón cruzaban una decena de sogas donde escurrían chorros de agua los distintos equipos de camisetas.
Luego que papá concluía con Luisito, me silbaba para emprender la retirada, pensando en volver la otra semana a retirarla o portando aquella perla brillante y dura ya arreglada a sabiendas de que en minutos rodaría por el potrerito, llenándose de tierra y pronto volvería a pincharse repitiendo la historia de ir a lo de Luisito una y otra vez.
II
Por camisetas
Los años pasaron en forma veloz e ir solo o con amigos a aquella casona era una clara prueba de mi libertad, y mucho más aun la primera vez que fuimos por camisetas. Comenzamos a hacer desafíos contra otros barrios. Entiéndase que en aquel mundo tan pequeñito, otro barrio se consideraba lo que estaba a más de dos cuadras de nuestra esquina. Ya en cancha de once, se imponía jugar con camiseta y nuestra miserable economía sólo nos permitía alquilar las de Luisito. Eran algunas monedas y llevar un documento.
Luisito revisaba y miraba al titular con el silencio amenazante de un funcionario de migraciones. Cubiertos estos menesteres pasábamos al sector entregas, donde a través del alambrado indicábamos a los gritos a la pobre mujer el equipo que queríamos. En realidad, todas eran casi iguales. Los colores se habían ido mezclando con las lavadas, o sea que parecían manchones borravino, rosa viejo, amarillento, verde agua y otros imposibles de descifrar.
Una vez definida la elección, la mujer las tironeaba de la soga como piezas de bacalao y nos las pasaba por encima del alambre.
Los tres o cuatro que íbamos, competíamos por encontrar la mejor o la menos tétrica. Eran de piqué grueso y mangas largas, bien largas de tanto colgar de la soga; cada manga tenía más de un metro y medio. Todavía cierro los ojos y me parece sentir sobre mi piel el raspado de ese piqué como una lija.
Por lo menos salíamos a la cancha con camiseta. Sólo se complicaba cuando el otro equipo también había alquilado las de Luisito, porque entonces la diferencia era mínima y dar un pase a distancia se convertía en una ruleta rusa.
Así pasaron años alquilándole a Luisito semana tras semana en épocas de campeonatos. En bici o a pie cumplíamos el ritual. Esa tarde, los cuatro nos preguntamos quién había dejado el documento y descubrimos que en la confusión del cambio Luisito no nos lo pidió.
Allí comenzó a pergeñarse la horrible maldad de no devolverlas, pero la voz de la conciencia nos hizo desistir.
Al terminar el partido la idea volvió a nuestras cabecitas y ya éramos diez deliberando, salvo el Gallego que atajaba con el buzo azul de gimnasia de la escuela. Sólo faltaba la opinión del Turco, más malo que la peste; antes de abrir la boca ya la tenía adentro del bolso.
III
Jugar entre algodones
Si bien la actitud era terrible, la seguridad era absoluta. Nunca habíamos visto a Luisito fuera de su techo de chapas oxidadas, y viviendo a veinte cuadras —o sea, diez barrios— la distancia jugaba a favor para estar a salvo.
Luisito no tenía la menor idea de dónde vivíamos y dudábamos de que en esa silla pudiera recorrer veinte cuadras.
Jugábamos todo el año con esas camisetas, cada vez más deshilachadas, descoloridas, rasposas, hasta que los dos o tres que ya trabajábamos promovimos la idea de comprar un juego nuevo.
Costó bastante, pero apretando a los más duros y financiando a algún otro llegamos a la cifra que, ya habíamos averiguado, salían en Todo Sport de la estación de Lomas.
Un sábado bien temprano fuimos en patota caminando hasta la estación, porque llegábamos con las monedas, y tras largas deliberaciones nos decidimos por unas negras con vivos verdes.
El domingo comenzábamos un campeonato y con la misma intensidad que recuerdo el raspado del piqué, disfruto el placer de aquel algodón deslizándose como una caricia por mi espalda.
Si bien no nos había dado para los pantaloncitos y las medias —usábamos cada uno los propios y eran muy diferentes—, al salir a la cancha nos sentíamos una selección europea en la Copa del Mundo.
Los contrarios, unos pobretones con camisetas descoloridas, seguramente alquiladas a Luisito, nos miraban con una envidia evidente. Ganamos tres a cero; el aporte de las camisetas fue vital. Nos sentíamos tan seguros, tan fortifcados anímicamente que todas las jugadas salían a la perfección, y nuestro ego volaba a la altura de las nubes.
Regresamos del partido todos juntos hasta la esquina y acordamos que cada semana las lavaría la vieja de cada uno de nosotros, para no separarlas. En el sorteo me tocó primero a mí; mejor dicho, a mi vieja. Así que al llegar a casa, dejé la bolsa negra con las camisetas sobre el lavarropa.
Después de comer habíamos quedado en encontrarnos en la casa de Guillermo, a una cuadra y media de la mía. Tenía un porche y allí tirados en el piso de baldosas frescas reíamos y paveábamos en las tardes calurosas de domingo.
Yo fui uno de los primeros en llegar y de a poco iban cayendo. Rememorábamos las jugadas y nos mandábamos la parte. De pronto irrumpió en el porche, como escapando de un tiroteo, el Gallego; los cachetes colorados, el pelito rubio pegado en la frente por la transpiración y una cara de susto terrible. Sólo atinó a decir silabeante: “Lui-si-to”, y señaló en dirección a la esquina que desde el porche no veíamos.
Me asomé sigilosamente y lo observé acercándose a media cuadra. Jamás en mi vida, ni antes ni después, vi a nueve personas pasar tan rápido por una puerta. En este caso, hacia el interior del comedor de Guillermo, y tras las rendijas de la persiana
nos parapetamos Julio, el Negro y yo. El resto, al piso en silencio mortal.
Lo vimos pasar frente a nosotros haciendo rodar con sus manos esa pesadísima silla. Se nos cortó la respiración y por suerte siguió de largo, porque el solo hecho de detenerse hubiera causado un infarto masivo.
Allí nos quedamos unos minutos interminables hasta que alguien entre dientes dijo: “¡Qué guacho!”. Todos aguantamos la carcajada y luego explotamos al unísono.
IV
Tampoco le pedimos documentos
Guillermo salió sigilosamente al porche y lo vio alejarse. Así que la cosa se distendió, comenzaron las bromas, los argumentos, las especulaciones. Nos dábamos aliento af rmando que había sido una casualidad. ¡Qué se iba a acordar después de casi un año! Al rato salió otro tema; todo estaba olvidado y se nos ocurrió ir al club. Alguien advirtió que todavía podría estar en la zona, pero las cargadas de cobarde no permitieron que nadie apoyara la idea y allí salimos.
El club quedaba a dos cuadras de la casa de Guillermo y media de la mía. Por la misma calle recién asfaltada de cemento claro y sin brea, caminábamos a los empujones y risotadas muy alegres hasta que alguien lo divisó a dos cuadras volviendo hacia nosotros.
Estábamos justo a la altura de mi casa, pero ni loco iríamos allí. Entonces, sin pensarlo, nos zambullimos en un terreno baldío que había en la vereda de enfrente.
Caímos donde caímos; algunos encima de otros sobre el yuyal. Si hubiéramos ido a dar en un hormiguero de hormigas coloradas, podrían habernos comido íntegros sin que emitiéramos sonido alguno.
Entre el pastizal, cada uno se las arregló apartando yuyos para poder ver y allí apareció Luisito en escena. Paró frente a mi casa y con un gran esfuerzo subió la pendiente directo al timbre.
Mi corazón se paralizó; nunca sentí tanto miedo, tanta vergüenza, tanto arrepentimiento y todo eso junto. Vi salir a mi vieja con el delantal y las chancletas.
No podíamos oír lo que decían a esa distancia; sólo nos quedaban los gestos de mamá, ya que Luisito nos daba la espalda.
Mi mente imaginaba la transformación de la cara de mi vieja, pero sin poder alcanzar la dimensión total, ya que nunca había hecho nada peor. Sin embargo, el rostro seguía sonriente. Hizo un gesto con la mano y se fue para adentro dejando la puerta
entreabierta. Luisito quedó allí, esperando.
En un par de minutos mamá volvió, para nuestra sorpresa y desesperación, con la bolsa negra de las camisetas nuevas en la mano. Sacó la puntita de una mostrándosela y a sus espaldas vimos claramente que el muy turro bajaba una y otra vez la cabeza.
Mamá saludó y se fue adentro. Luis puso la bolsa negra en su regazo con la misma ternura con que tantas veces había acunado mi vieja pelota número cinco. Giró y bajó la pendiente casi en picada retomando la calle.
Yo llegué a ver en ese rostro inexpresivo, duro, enmarcado en lentes y Poxipol, una ínf ma mueca de felicidad como nunca antes.
Esperamos unos minutos y salimos del potrero, llenos de abrojos, pasto seco y algún raspón. Caminamos hasta la mitad de la calle para ver aquel espectáculo abominable: Luisito a lo lejos llevándose nuestro juego nuevo de camisetas. Y nosotros tampoco le habíamos pedido documento.
Mamá salió a barrer, me vio y comentó que el señor que alquilaba camisetas había venido a buscarlas. Yo le dije con mi mejor sonrisa falsa que estaba bien. Seguro que estaba bien, estaba muy bien. Tan bien que no pudimos seguir en el campeonato, tan bien que el equipo se desintegró, tan bien que después de treinta años cada vez que veo una camiseta no puedo olvidar la venganza de Luisito.
